Esperando a Europa
Europa con tres cabezas (presidente, Consejo, Comisión) y mucha burocracia, se ha convertido en un trasunto fiel del Godot, de Samuel Beckett, absurdamente esperado por los protagonistas que se repiten en cada acto, sin moverse de un escenario en el que no quieren estar.
El pacto social que nos proponen ahora, manteniendo la apariencia de democrático, se va reduciendo a cuestiones demasiado genéricas; otorga derechos formales muy extensos -libre circulación de personas, mercancías y capitales-, pero no hace referencia a los elementos menos formales, como serían la realización efectiva de esos derechos, ni a ideas como las de aceptación o eficacia social de los mismos.
La UE carece de intencionalidad política, no es percibida como un proyecto colectivo que pueda llevarse a cabo según el "propósito" de sus actores, sino, más bien, como un producto precipitado naturalmente, ajeno a las voluntades individuales y sociales e impuesto a las mismas por la fuerza de los hechos económicos y del mercado. La cuenta de resultados y el reparto de dividendos han sido los únicos criterios de evaluación utilizados hasta ahora, en espera de que la acumulación de riqueza suficiente generase espontáneamente la solidaridad y la cohesión social imprescindibles para legitimar el proyecto comunitario.
Desde el punto de vista del ciudadano europeo, lo que ocurre a nuestro alrededor parece resultado de manipulaciones, de gestiones e intereses ciegos. Con frecuencia la autoridad no es explícita, se fundamenta en la propia racionalidad burocrática y tecnológica de unas estructuras organizativas supranacionales, que, al estar convenidas entre los Estados, nadie se atreve a cuestionar. Si la UE quiere dotarse un proyecto común ilusionante, debería articular nuevas formas de representatividad para que las decisiones se tomen colectivamente; todas las decisiones, las económicas también. Porque de todos los valores a compartir por los europeos la eficacia económica tal vez no sea el más importante.
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