Suerte
Tuvimos suerte con la retirada de la oferta de venta del 30% de las Loterías y Apuestas del Estado por el temor a obtener un precio zarrapastroso por culpa de la crisis. Esa privatización parcial habría significado una derrota de nuestros gobernantes frente a la innovadora recaudación que trajo Carlos III desde Nápoles, ¿de dónde si no? Hemos asumido la tendencia tan socorrida de vender las riquezas del Estado para cuadrar las cuentas, carentes de políticas económicas más imaginativas. Como vivimos bajo un febril estado de intoxicación masiva nos tragamos el camelo como el ciudadano satisfecho que celebra que puede irse de vacaciones de verano gracias a vender la ropa de invierno.
Pero si uno observa las tremendas colas que se forman en Callao desde hace semanas para comprar décimos de lotería en Doña Manolita comprenderá que ahora mismo en lo que más confianza tiene la gente es en la suerte. El triunfo del azar es directamente proporcional a la falta de certezas. Esa cola en pleno centro, solo interrumpida por los seguratas que facilitan los accesos a El Corte Inglés, símbolo aún de autoridad comercial, es probablemente la más simbólica derrota de todos los balances económicos, los informes de expertos y los suplementos salmón. Es la espontánea respuesta de la ciudadanía a las fauces del futuro.
La suerte combate el miedo. La suerte tiene buena prensa, pese a que, con la misma constancia que el resto, los ganadores de la lotería contraen enfermedades incurables y pierden seres queridos y hasta la muerte retiró a doña Manolita y a sus herederos del negocio, ahora en manos de nuevos propietarios. La suerte es fotogénica. Ya no es el calvo actor británico que cobraba 125.000 euros por campaña en exclusiva, con ese aire entre mago cordial y portero de discoteca jubilado, que fue la cara de la Lotería durante años. Tenemos una variante rebosante de fantasía, donde niños perfectos capturan sueños etéreos y los convierten en bolitas del bombo. Sueños que de cumplirse llenarán el telediario el día del sorteo con gritos y descorches de cava, entre anhelos terrenales como el de "servirá para tapar agujeros". Hoy es solo una promesa que pone en fila a medio Madrid frente al surtidor de suerte de la calle del Carmen.
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