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Columna
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La librería y su sombra

El viernes pasado se celebró por primera vez el Día de las Librerías. Iniciativa simpática que apenas puede disimular la sombra que la empaña: si se crea es porque se vislumbra ya, en un futuro no muy lejano, una mundo sin apenas librerías; es decir, porque entran en la categoría de especie protegida (en peligro de extinción). Pero dejémonos de melancolías, replicará raudo alguno: no se necesitarán librerías físicas porque cualquiera de nosotros portará en su dispositivo electrónico, como si tal cosa y mediante una magia ligera e inmediata, toda una librería virtual. Ay, si Ptolomeo o Borges levantaran la cabeza y vieran que sus bibliotecas pueden ser contenidas en un minúsculo lápiz de memoria o colgadas en una nube, disponibles para todo el que lo desee...

Podría ser que tal facilidad tecnológica hiciera aumentar el número de jóvenes (y no tan jóvenes) capaces de disfrutar de lo que Susan Sontag tan bien describe: "La lectura me había salvado cuando era colegial en Arizona, mientras esperaba crecer, esperaba escapar a una realidad más amplia. La disponibilidad de la literatura, de la literatura mundial, permitía escapar de la prisión de la vanidad nacional, del filisteísmo, del provincianismo forzoso, de la inanidad educativa, de los destinos imperfectos y de la mala suerte. La literatura era el pasaporte de entrada a una vida más amplia; es decir, a un territorio libre. La literatura era la libertad". Hasta el adolescente más aislado y desnortado podría llegar a disfrutar de una biblioteca inmensa, así como de la capacidad de interactuar con otros semejantes, de una a otra punta del mundo.

El paso del manuscrito al libro impreso aumentó el número de lectores; tal vez el paso del libro impreso al digital también lo haga. Ésta es la posibilidad luminosa, y ahora vienen los nubarrones. Acostumbrados a la sobreestimulación de nuestros sentidos a través de la televisión, los videojuegos o Internet, las páginas escritas de un libro contienen una seriedad y exigen un tipo de concentración que para muchos resulta ya difícil de alcanzar. Es claro que la atención flotante que basta para los primeros es insuficiente para saborear los libros, sobre todo cuanto menos narrativos y más conceptuales sean, y que esa misma tecnología nos impulsa a su vez al vagabundeo virtual y al surfing superficial.

Y es que la inmaterialidad proporciona -valga la obviedad- un cierto grado de ligereza. La atmósfera sólida, cálida, de las librerías (físicas), en cambio, contagia un aire de gravidez. Y frente al batiburrillo de la red, los buenos libreros aconsejan, seleccionan, jerarquizan, apartan a cada lector su alimento propio. Ni que decir tiene que los devotos esperamos no vivir lo suficiente para ver un mundo sin librerías. Un mundo desabrido. Por mucho que la energía no desaparezca, sino sólo se transforme. El pasaporte a una vida más amplia, a un territorio libre.

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