La mística de las praderas
Comparece Robin Pecknold puntualísimo y encantador, agradeciéndole al público su presencia (las entradas se habían agotado semanas atrás) y aplaudiendo a los asistentes. Sería casi la última vez que la voz y alma de Fleet Foxes se dirigiera a la audiencia: a partir de ese momento y durante 90 minutos ofició un concierto solemne, emocionante y trascendental que recordaremos entre los momentos por los que mereció la pena vivir este año. Y todo pese a La Riviera, sala hostil, antipática e inhábil para el arte en vivo, más cuando la banda en el escenario despliega armonías de hasta cinco voces.
El sexteto de Seattle se ha convertido en uno de los argumentos recurrentes en toda conversación melómana, de 2008 a esta parte, y cada nuevo concierto apuntala su candidatura a la más cualificada hechicería sonora del siglo. Y todo pese a que ninguna de sus múltiples referencias estéticas, tan nobles como irreprochables, acumula menos de cuatro décadas. Quienes se confiesan hartos de vacuas chiribitas electrónicas y enfurruñados voceros rimadores encuentran la quintaescencia de la modernidad en estos tipos tiernos, atormentados y sentimentales. Mejor así, la verdad.
Fleet Foxes no aporta otra cosa que exquisitez musical. Pecknold comparece con reglamentaria camisa de cuadros y hasta dos de sus socios visten unos gorritos de lana heredados de los abuelos. No hablan, no sonríen, se miran tan absortos que tal vez ni siquiera se vean. Y son hirsutos, salvo ese guitarrista distante y aniñado que se llama Skyler Skjelset. A él le encantaría ser como Richard Thompson en Fairport Convention: es más guapo, pero todavía no tan excelso.
Las sorpresas tampoco llegan con el repertorio, casi idéntico cada noche. En Madrid tacharon de su hoja Montezuma y I let you, pero no se privaron de arrancar con la soberbia Bitter dancer. Las armonías remiten desde el primer momento a Crosby, Stills & Nash, como si el original de Pecknold se hubiera gestado en las mismas sesiones de Carry on. La flauta obliga a escribir por vez primera el adjetivo "pastoral" en la libreta, pero aún es más impactante adentrarse en esos mágicos juegos corales: reverberaciones de voces que se expanden en praderas místicas.
Las alusiones al pasado son, a partir de ese momento, infinitas. Mykonos remite al rock progresivo melódico, ese que también han reivindicado en los últimos tiempos Midlake. English horn apela al folk-rock británico desde el título, una referencia aún más explícita cuando descubrimos que Bedouin dress, con su deje moruno, no desentonaría en cualquier vinilo de la Incredible String Band. Sim sala bim parece algún ignoto clásico del fértil siglo XVI británico, actualizado y enriquecido con gotas de ácido lisérgico. Y al final, con Helplessness blues, hemos de rendirnos a la evidencia: puede que ese tema hermoso y desolado merezca el título de mejor canción de 2011. Aunque su autor ya ni siquiera tuviese fuerzas para sonreírnos en la fugaz despedida.
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