Pendientes de un hilo
La vida humana es de una fragilidad que asusta, aunque hagamos lo imposible por obviar que la existencia puede quebrarse de pronto, tras el vuelo de un cuchillo o el percutir de una pistola. Qué delgada es la línea que separa el universo de la desaparición, una frontera que preferimos ignorar porque el increíble bienestar que han alcanzado las sociedades desarrolladas también ha extirpado de nuestra conciencia el embate del azar.
En nuestro tiempo, cuando golpea la muerte de forma aleatoria, todo se resuelve en una contingencia trágica y horrenda. La muerte de Kepa Mallea, a manos de un perturbado, y la agresión indiscriminada a media docena de vecinos de Santutxu son el retorno del absurdo a nuestro curso vital, seguro y prefijado; y con él la evidencia de cómo una vida llena de logros personales y profesionales puede quebrarse del modo más irracional.
Hace algunos años, en un caso aún más terrible, un tipo que "oía voces" en los columpios de un parque de Oviedo o de Gijón, seccionó el cuello de un niño de siete años delante de sus padres. En apenas unos segundos no sólo desapareció la experiencia de todo lo vivido, sino las decenas de años que aquel niño tenía por delante, la promisoria existencia de un hombre, con alegrías y tristezas, esperanzas y decepciones, y tantos posibles logros y fracasos. Por alguna razón extraña, a menudo recuerdo aquel suceso y pienso en los padres de aquel niño, en sus insomnios y en su amargura, que nada aún habrá extinguido.
Los seres humanos de otras épocas eran conscientes de la fragilidad de la vida, de su carácter huidizo. La muerte era parte del vecindario. Cómo no creer en los milagros, entonces, cuanto la vida era apenas un parpadeo. Una epidemia de gripe, el asalto de otra tribu, un labio infectado, una noche de frío, acababan con la vida sin que nadie experimentara siquiera la emoción de una tragedia: sencillamente pasaba, la vida era eso, la vida era así. Muy pocas personas llegaban a la madurez. Menos aún llegaban a viejas, digamos, a la afortunada vejez de cumplir cuarenta o cuarenta y cinco años.
Ahora hemos perdido conciencia de la fragilidad, de la enorme inconsistencia de la vida. Unos segundos desusadamente largos sin respirar e ingresamos en el reino de las sombras. Esa certeza ya no nos acompaña, y sólo de vez en cuando, la acción absurda de una persona absurda, nos recuerda que el perfil de la vida se confunde hasta hacerse transparente y que nos pasamos la vida caminando, sin saber, al borde de un precipicio. Basta un paso en falso para que todo se borre para siempre. Por eso la vida se antoja más valiosa, más inestimable, más sagrada, cuando nos la arrebata no ya el fanatismo, la política o la codicia, sino algo mucho peor: la fatalidad, la mala estrella.
La muerte de un ser humano: esa sí que es una catástrofe ecológica.
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