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Columna
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De la fe del converso

Mi primera clase en la universidad me la dio Jorge Verstrynge. Introducción a la Ciencia Política, si mal no recuerdo. Aún puedo verle inaugurando las mañanas de lunes y martes. Entraba siempre en el aula de la mano de una suerte de quiosco ambulante. Una de esas grandes bolsas tan comunes de plástico blanco que, como los niños, se llenan y toman la forma de todo aquello que se les echa. Esta bolsa en particular, la de todos los periódicos del día y la de todos los semanarios de información política -dinosaurios éstos que en aquellos días gozaban de predicamento y ventas-. Aún puedo escuchar los cuchicheos y escuchitas de muchos de mis compañeros acerca de su pasado político. Atrás quedaba su militancia en la Alianza Popular de Manuel Fraga, pues en ese momento hacía suyos los postulados del Partido Socialista. No me parecían justos los susurros sardónicos referidos a su "conversión": su bolsa de plástico, sus lecturas, sus vivencias eran plurales; por tanto, su cambio me resultaba honrado y respetable. Sólo el necio tiene a gala el haber permanecido siempre en el mismo lugar.

No son las mudas de piel de nuestro profesor lo que me asombraba, sino, más bien, la convicción granítica con la que defendía su reciente toma de posición y la inclemencia con la que hablaba de aquellos que ocupaban la casilla que anteayer ocupara él mismo. Todos nosotros, que duda cabe, sabemos de otrora fervorosos comunistas que ahora son más que fervorosos liberales, de antaño febriles nacionalistas que hogaño son más que febriles constitucionalistas, de ayer sañudos perseguidores de las víctimas del terrorismo que hoy se erigen en sus más entusiásticos abogados defensores, etcétera. Y no deja de sorprender no la mudanza, repito, sino esa falta de magnanimidad hacia los que son ahora lo que ellos eran antes. Si se dice que la política es el prudente ejercicio de saber combinar los principios con la responsabilidad -ese siempre irresoluble puzzle de dos piezas-; el vivir es, asimismo, el prudente ejercicio de saber combinar la memoria y el olvido -ese siempre irresoluble puzzle de dos piezas-. En este sentido, nuestros virtuosos conversos ni tan siquiera intentan completar el puzzle: la pieza del olvido para sus pasados; la pieza de la memoria para juzgar los pasados, los presentes y, si me apuran, hasta los futuros del prójimo.

No podemos estar seguros de que pasado mañana no vuelvan a ver la luz y, en consecuencia, no vuelvan a caerse del caballo. Pero, de ser así, podemos estarlo de que fustigarán sin piedad tanto a su viejo equino como a su nuevo jinete. Estos hombres sin sombra son siempre de una pieza. El resto de los mortales no podemos ni queremos desasirnos de nuestra sombra. Aunque sólo sea porque, como dice Finkielkraut, "vivir es contarse uno lo que vive". Es decir, el intento de completar ese siempre irresoluble puzzle de dos piezas.

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