¿Oíd el ruido de rotas cadenas?
Argentina transitó por el partido del viernes [contra Bolivia (1-1)] como si fuera el reflejo de su gente en el estadio. Una tarde callada con más huecos que ilusiones.
La selección albiceleste encaró con buenas intenciones el previsible panorama. Ante un rival nada preocupado por la posesión del balón y muy aplicado en la marca, salió dispuesta a dar velocidad a la pelota y profundidad a las acciones. Elementos que se hicieron evidentes en los pases verticales a los volantes ofensivos y en la búsqueda rápida de los delanteros.
Higuaín se encargó de ampliar su zona de influencia y empujar a la defensa para luego dejarse caer repetidamente detrás del lateral izquierdo, Gago gestionó la circulación apuntalado por Mascherano y Messi buscó sus espacios secundado por Pastore. Las proyecciones más claras llegaban por la decisión de Clemente Rodríguez en la izquierda. A pesar de la lamentada ausencia de Agüero, a quien más extrañó el equipo fue a Di María. Son cada vez más escasos los futbolistas capaces de recorrer la banda con ese despliegue y conservar a la vez la capacidad de romper por los costados. Parecía el principio de una tarde apacible cuando, tras una aceleración en el minuto 20, Messi soltó el pase para Higuaín un segundo antes de que lo derribaran. El Pipita definió junto al palo, pero el árbitro aplicó perfectamente la ley de la desventaja. Insólitamente, anuló el gol y señaló la falta anterior sobre La Pulga.
Después de un tiro de Messi que atrapó Arias, un penalti reclamado por Higuaín y un zurdazo al palo de Pastore, el primer tiempo se esfumó. Con él se fue también la mejor versión de Argentina y algunas de sus buenas intenciones. En la segunda parte marcó Martins para Bolivia y empató rápidamente Lavezzi en su primera aparición. A partir de ahí, el público ya solo tuvo fuerza para silbar a Demichelis por su fallo en el gol visitante y se resignó a observar, con menos pasión que indiferencia, los voluntariosos pero espesos intentos de Messi y compañía. Argentina mereció ganar a pesar de su partido viscoso. Cargada con incertidumbre, deberá afrontar mañana sus dudas, el calor, la humedad y a Colombia en Barranquilla.
La adaptación al nuevo sistema de Alejandro Sabella, el acoplamiento a otra metodología de trabajo, la falta de tiempo, la asimilación de conceptos, los cambios de esquema... Todas estas son excusas reales, pero que se repiten sin cesar cuando se cambian cuatro entrenadores en cinco años. No es extraño que nos toque vivir un Día de la Marmota futbolístico, en el que, tras cada partido, se escucha una y otra vez la misma canción como un mal sueño.
El problema de Argentina no es que un defensa se equivoque y le roben la pelota. El problema no es que los volantes defensivos de Bolivia superen, solo con buen manejo de la posición y despliegue físico, a volantes ofensivos de categoría como Pastore y Álvarez. El problema no es que Messi no consiga jugar de la misma forma que en el Barça o que llegue un momento en que se deje dominar por la impotencia. Tampoco es que falten Agüero y Di María o que los laterales no desborden. Ni siquiera es un problema no poder doblegar a Bolivia en Buenos Aires tras caer por primera vez ante Venezuela. El problema de la selección es saber realmente hacia dónde quiere ir. Es entender que una idea para desarrollarse necesita tiempo, pero que, ante todo, necesita la existencia de la idea. Es permitir a un conductor que desarrolle su trabajo y, en todo caso, ser capaz de cambiar de conductor sin modificar la ruta.
El problema es cómo hacer para recuperar el respeto perdido cuando mantener el poder político se convierte en un fin en sí mismo. Un fin más importante que promover cualquier jerarquía futbolística. El problema no es solamente de entender lo que nos pasa, sino que nos interese corregirlo.
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