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Columna
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El debate-combate

Como la mayoría de ustedes, supongo, seguí con interés el debate del lunes entre Alfredo Pérez Rubalcaba y Mariano Rajoy. Al fin y al cabo, los campeonatos deportivos de alto nivel siempre despiertan curiosidad, incluso en los no demasiado aficionados: es el atractivo de la lucha cuerpo a cuerpo, aunque sea más dialéctica que física y el lodazal del combate quede pulcramente disimulado por los trajes inmaculados. Y es que los símiles deportivos han sido constantes, empezando por toda la información proporcionada sobre sus entrenadores y siguiendo por la obsesión por determinar quién ha ganado o perdido, y por cuánto. Cronometrados al milímetro y asesorados por sus correspondientes expertos para que estuvieran tan atentos al lenguaje verbal como al no verbal, tan pendientes de sus palabras como de sus gestos y tics, uno podía pensar, antes de empezar, que los candidatos no podrían ni respirar en tan apretado corsé. Y, sin embargo y a pesar de todo, el combate tuvo altura, pasión, suciedad.

Muchas cosas llamaban la atención: la forma en que lo afrontó Rubalcaba, preguntando una y otra vez a Rajoy por su programa electoral y elaborando juicios de intenciones; la actitud de Rajoy, no interesándose ni una vez por el programa de Rubalcaba, sino enumerando los desastres del Gobierno actual; así como las pocas veces que estaban de acuerdo, al hablar de la difícil conciliación de las mujeres o al mostrar su sintonía en materia antiterrorista, tema que ocupó un espacio ínfimo y casi circunstancial, síntoma indiscutible y esperanzador de los nuevos tiempos. Amén de otros efectos sorprendentes.

Al hablar de políticas sociales, por ejemplo, Rajoy atacó con argumentos tradicionalmente considerados de izquierda: la desigualdad entre ricos y pobres ha crecido escandalosamente en España en los últimos años -arguyó citando los datos del Eustat-; de los 27 países de la Unión Europea, sólo tres tienen mayores grados de desigualdad que nosotros: Letonia, Rumanía y Lituania, nada menos. "Ésta es la consecuencia de su política", y concluyó: "¿Puede explicar por qué"? Rubalcaba se desentendió de la cuestión y se aferró al guión que traía, denunciando los supuestos planes de privatización de la sanidad de su contrincante.

Desde luego, es comprensible que para los miles de indecisos, a estas alturas, las fronteras entre izquierda y derecha sean una nebulosa indiscernible. Los dos hablan de crear empleo y de mantener el Estado de bienestar. Uno parece ser más hábil en lo primero; el otro parece estar más preocupado por lo segundo. Pero es que sin lo primero no se puede lo segundo, remata el candidato popular, seguro de su victoria. Mientras les escucha, al espectador le atrapa una sensación agridulce. Resulta que la democracia era esto. Esta frustración, esta esperanza. El hecho de que apenas podamos aspirar a más. El hecho de que no queramos aspirar a menos.

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