El fútbol puede ser una moral
Aunque Pep Guardiola sea un tipo moderno y agnóstico, uno lo podría imaginar perfectamente como abad de Montserrat, con la cogulla sobre el cráneo, las manos metidas en la manga contraria del hábito blanco, dirigiéndose con la cabeza gacha a la sala capitular, donde tiene convocados a los novicios a la hora de la plática. La sala capitular son ahora los vestuarios del Nou Camp y allí le esperan los jugadores para recibir su lección táctica. De hecho, cuando a los 13 años fue arrebatado a sus padres en el pueblo de Santpedor para llevárselo a la fábrica de alevines de la Masía del Barça, es como si el niño Guardiola hubiera ingresado en la escolanía del monasterio, solo que en este caso no le recibió con una sonrisa meliflua el abad Escarré sino Nicolau Casaus fumándose un puro.
Cuenta su madre, la señora Dolors, que la criatura aprendió a jugar al fútbol en su vientre, según parece, por las patadas que le daba al final del embarazo, como si tuviera prisa por salir al campo. Así se escriben las historias de algunos santos, que dejaban de mamar los viernes de cuaresma en señal de sacrificio. El prodigio Pep Guardiola lo realizó con la pelota cuando jugaba en la plaza del pueblo o en el patio del colegio de La Salle de Manresa y eso fue suficiente para que cambiara su destino. Pudo haber sido albañil como su progenitor el señor Valentí, pero el balón es caprichoso y en lugar de obligarle a subir al andamio, lo elevó a los altares. Guardiola tiene algo de santo laico, una forma casi ascética de entrenar al equipo, y a la vez da la sensación de que puede renunciar a todo en cualquier momento, al éxito, a la fama, para irse a otra parte, no se sabe dónde.
Hoy se realizan excursiones guiadas de devotos a Santpedor para visitar su casa natal y a este paso pronto habrá un comercio de reliquias, se harán escapularios de retales de sus canzoncillos y sus fotos se convertirán en estampitas para ponerlas bajo los riñones de los enfermos. El excelente poeta catalán Martí i Pol, inmovilizado en una silla de ruedas por su esclerosis degenerativa, tenía un póster de Guardiola casi de tamaño natural en su estudio en Roda de Ter y le rezaba para que le ayudara a volar por dentro.
Todos los santos hacen milagros. Pep Guardiola realizó el primero con su propio cuerpo. Era un niño flaco, larguirucho, sin apenas masa muscular, todo lo contrario a un atleta, pero el arte siempre nace de una frustración. Puesto que nunca fue un jugador rápido, ni fuerte para presionar al contrario, ni hábil para doblarlo, sustituyó la fuerza del músculo por el poder de la mente e instintivamente desarrolló una geometría particular del espacio, que consistía en ahorrar tres jugadas con un solo pase de 40 metros, ensanchando o contrayendo el campo a su antojo, para que siempre corriera más el balón que el jugador.
En un gran deportista la acción equivale al pensamiento. Messi comienza a pensar que ha metido un gol cuando oye el cañonazo de la ovación. En la educación anglosajona las reglas del deporte, el fair play, se aplican luego a la vida, a la moral, a la política, a la sociedad, como forma de controlar el gen de la agresividad y del juego sucio. Pep Guardiola tiene un sentido anglosajón del fútbol como escuela de moral pública y de regeneración de los palcos de honor, donde suelen repantigarse una cuerda de mafiosos.
Imagino a este abad de Monserrat laico en la sala capitular del vestuario del Nou Camp dando la última plática a sus novicios, Xavi, Iniesta, Villa, Abidal, Pedrito, Messi, para motivarlos antes de salir al campo. "Óiganme bien, la victoria no consiste en aplastar y en humillar al contrario, sino en jugar cada partido mejor que el anterior. Jugar bien, ese es el triunfo verdadero. La victoria siempre es el fruto natural e inevitable de este camino de perfección". Luego dirige el encuentro, no con hábito blanco de Zurbarán, sino con un traje de marca, bien cortado y un botellín de agua mineral en la mano.
Babelia
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