Campo de distorsión de la realidad
Walter Isaacson dedica muchas páginas de su voluminosa biografía de Steve Jobs a describir el campo de distorsión de la realidad que el fallecido fundador de Apple producía en su entorno. El término lo había importado su ingeniero Bud Tribble de la serie televisiva Star Trek, donde los alienígenas eran capaces de crear mundos a su medida con el exclusivo poder de la mente. "En su presencia", decía Tribble sobre Jobs, "la realidad es algo maleable. Puede convencer a cualquiera prácticamente de cualquier cosa. El efecto se desvanece cuando no está, pero es peligroso quedar atrapado en su campo de distorsión". Algunos analistas norteamericanos atribuyeron años más tarde a Clinton este poder que se fundamenta sobre una combinación de carisma, descaro, voluntad indomable, fe ilimitada en uno mismo y aparente ternura.
Cuando el programa del PP promete beneficios fiscales y reducción del déficit, muchas cosas no cuadran
Para encontrar un fenómeno de estas características en la política española habría que remontarse al referéndum de la OTAN de 1986, cuando Felipe González convenció a un país antiatlantista de que votara a favor. Aznar lo intentaría en 2003 con la guerra de Irak y solo consiguió la enemiga de una inmensa mayoría. A falta de líderes dotados de esta singular y a veces peligrosa capacidad, son los partidos los que vuelcan su costosa maquinaria -por cierto, nadie habla de la financiación pública de los partidos en sus planes de austeridad- para distorsionar la realidad a medida y crear un mundo binario, donde el otro simboliza toda suerte de desastres y uno tiene todas las soluciones.
Un férreo aparato aísla al líder con déficit de carisma en una burbuja a la que solo tienen acceso los íntimos, sin contacto con los medios ni el público, salvo en intervenciones tasadas desde un escenario. El diálogo crítico y directo que podría haberse abierto a través de las redes sociales se ha transformado en una plataforma más de propaganda que gestiona el equipo de campaña. No vaya a ser que el líder tenga la peligrosa ocurrencia de sacar a una niña que no figuraba en el guión. La campaña que ha diseñado el PP para Rajoy se ajusta como un guante a este modelo.
Los cinco millones de parados son en boca de Rajoy poco menos que un empeño personal de Zapatero, aunque ahora que se ve más cerca de La Moncloa introduzca una que otra referencia a la crisis internacional, que sigue sin encontrar respuesta adecuada en el G-20. En su primer mitin de Castelldefells invocó los cuatro millones y medio de empleos creados entre 1996 y 2004 -¡ay, el ladrillo!- y en un arranque proclamó: "Podemos volver a hacerlo". Si los españoles le dan votos y tiempo. ¿Será que piensa ya en 2015 por si la primera legislatura resultara no tan bienaventurada? A Papandreu la gracia electoral se le ha agotado en dos años, a pesar de que sus opositores de hoy son los tramposos de ayer.
Como en las guerras, la verdad es la primera víctima de una campaña, que activa un masivo campo de distorsión de la realidad. Cuando el programa de Rajoy promete beneficios fiscales generalizados (al que crea empleo, al que ahorra, al que invierte, al que tiene hijos, al que compra una vivienda), para reafirmar a continuación su compromiso de reducir el déficit y garantizar la sociedad de bienestar (sanidad universal, mejor educación pública, poder adquisitivo de las pensiones), hay demasiadas cosas que no cuadran, y que chocan con algunas políticas del PP en las comunidades autónomas. Este juego de máscaras alimenta el descrédito de los políticos, que en el barómetro de confianza de octubre elaborado por Metroscopia compartían con obispos y banqueros el escalón más bajo. Uno de los datos más deprimentes de la encuesta publicada ayer por el CIS es que el 71,7% de los españoles tiene poca o ninguna confianza en Rajoy y otro tanto le sucede al 69,5% con Rubalcaba.
La fe de Rajoy en la política es más bien tibia. El gobernante ideal es aquel que molesta poco. De ahí que su programa sea más bien un canto a la sociedad y a la eficiencia de la gestión privada de los servicios públicos. "No existe palanca más poderosa de mejora que las propias ansias de mejorar", reza una singular tautología del preámbulo. En sus últimos discursos, Rajoy ha introducido apelaciones al derecho de los españoles a ser felices, un eco de la constitución americana que puede sonar sarcástico en medio de la depresión dominante. Más modestamente, cinco millones de españoles se conformarían por ahora con un empleo. ¿En qué ventanilla se puede invocar tal derecho o es solo una distorsión más de la realidad?
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