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Columna
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Del periodista Barbería

Un periódico es una casa llena de ventanas. Al pasar sus páginas, miramos por algunas, cerramos otras y nos asomamos a unas pocas. Entre esas pocas a las que siempre me asomo están las que nos abre el periodista Barbería. Da igual que la ventana sea más grande o más pequeña, rectangular o cuadrada, horizontal o vertical. Muestre lo que muestre, su visión es nítida.

En los últimos días, desde el comunicado de ETA hasta la muerte de ese eterno abogado defensor de corbata entrañada que era Bandrés, nuestro periodista y los vascos de su generación despiden esa melancolía de Proust de la que hablaba Camus: "Es difícil retornar a los lugares de la dicha y la juventud. Las muchachas en flor ríen y parlotean eternamente frente al mar, pero aquel que las contempla va perdiendo poco a poco el derecho a amarlas, igual que aquellas a las que amó pierden el poder de ser amadas". La melancolía del así éramos entonces y así somos ahora; la melancolía de los años de la dicha y la juventud arañados por la violencia nacionalista; la melancolía dolorosa, en suma, que provoca el saber que no tenía por qué haber sido así, que podía haber sido todo de otra manera.

Y la firma de Barbería, en la estirpe de los clásicos periodistas anglosajones -como ese inolvidable Dutton Peabody, el periodista borrachín del Shinbone Star en El hombre que mató a Liberty Valance o el tenaz P. J. McNeal del Chicago Times que encarnara James Stewart en Yo creo en ti-, nos ha acompañado a lo largo de todos estos años abismado en la riesgosa tarea del contar. Eran y son muchos los que prefieren asomarse a ventanas más complacientes; bastante más empañadas, eso sí. Pero andando el tiempo, unas permanecen abiertas -cómo no asomarse, por caso, a ese par de dobles páginas, La enfermedad de la patria y La religión nacionalista (EL PAÍS, 8 y 9 de mayo de 2006), ventanas de papel que podrían haber sido escritas esta misma mañana-, mientras que otras no son ya más que ventanas cegadas.

No es verdad eso de que el papel de los periódicos viejos se amarillea con el tiempo. El mal periodismo ya nace amarillo y su tinta seca emborrona y esconde; el viejo y honesto periodismo, cuando resbalamos la mano por alguna de sus páginas, aún nos sigue manchando las yemas de los dedos con su tinta límpida. ¿Cuántas manos nos habremos manchado leyendo a Barbería? ¿Cuánta de esa tinta perdura indeleble en nosotros? El escritor bosnio Dzevad Karahasan contaba en su Sara y Serafina cómo "el tronco de un manzano recuerda las hojas del año pasado, recuerda cada una de las hojas en cada una de sus ramas. Y esas hojas siguen existiendo, aunque sea en forma de minerales o como humedad, como materia prima para las hojas de este año o como fruto en cualquier otro árbol". Lo mismo nos pasa con la tinta perennemente fresca del periodista Barbería.

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