El actor secundario
La forma en que ETA ha anunciado su cese es muy ambigua, porque lo ha hecho dentro del marco de unas concretas exigencias al Gobierno español (las teatralizadas por la declaración de las personalidades internacionales) y reservándose por el momento tanto su disolución como la entrega de las armas. Todo ello pone en primer plano la cuestión de los terroristas presos y de los procesados todavía no juzgados.
No se discute de flexibilizar la política de alejamiento, ni de adoptar criterios más favorables en la aplicación de los grados y beneficios penitenciarios a los presos actuales que asuman la renuncia. O por lo menos no se trata fundamentalmente de esto. Se trata de algo más significativo, de vaciar las cárceles a medio plazo mediante medidas de gracia que, sin llegar a la amnistía, produzcan su mismo efecto exonerativo de penas y cargos pendientes. Así que hablemos de esta posibilidad sin tapujos, y sin que los árboles de las víctimas nos tapen el bosque de los criterios a ponderar en juego. Porque cometen un error quienes ponen a las víctimas y su sufrimiento como argumento esencial contra la impunidad. Es el Estado de derecho y sus razones el que manda sobre la cuestión, sin que las víctimas solas puedan decidir por él.
¿Por qué razón sería ahora prudente conceder lo que antes no era prudente otorgar?
Se escuchan ya dos argumentos apremiantes a favor de la impunidad. El primero, de carácter general, invoca motivos prudenciales: "Para consolidar el escenario de ausencia de violencia que se ha abierto hay que encontrar una salida para los cientos de presos o huidos. De lo contrario, existe un peligro objetivo de que algunos vuelvan a las andadas" (editorial de EL PAÍS del 23 de octubre de 2011). Se trataría de hacer una excepción al principio de justicia por mor del criterio de prudencia, algo que desde luego debe admitirse como posición razonable en el debate de una política real no idealizada.
El problema de este alegato es, a mi juicio, que entraña una contradicción demasiado fuerte con la lógica seguida con éxito hasta el momento por las instituciones españolas. Puesto que, en efecto, predica conceder ahora y precisamente por no volver al terrorismo aquello que no se concedió antes como pago por dejar el terrorismo. Con lo que suscita una duda inmediata: ¿por qué razón sería ahora prudente conceder lo que antes no era prudente otorgar? Cuando el terrorismo estaba activo, se consideró radicalmente imprudente prometerle impunidad si terminaba, porque se creía acertadamente que tal concesión no hacía sino dar alas a sus exigencias y, así, prolongar el final. Ahora se asume que ya ha terminado, y por eso se volvería prudente lo que antes no se veía como tal. Pero si se asume de verdad el final, no hay riesgo de que vuelvan a las andadas. ¿No? ¿O es que no se asume como verdaderamente definitiva la decisión proclamada por ETA? Pero entonces, vuelve a ser imprudente darles la impunidad, porque pedirán más o, peor aún, volverán a las andadas. Vamos, que en buena lógica la impunidad funciona tanto como acicate para no volver que como incentivo para volver o persistir si uno no está contento con lo logrado. Por lo que insinuarla ahora no es una conducta mínimamente prudente.
El segundo argumento es el que ya escuchamos los vascos no nacionalistas: hay que normalizar la sociedad vasca y la convivencia dentro de ella, y para ello hay que sacar a los presos. La sociedad no será una sociedad normal mientras existan presos.
En mi opinión, este argumento de cuño nacionalista no es sino una manifestación de la hegemonía cultural y simbólica que se arroga ese nacionalismo a la hora de definir a la sociedad vasca. Porque es bastante evidente que la sociedad vasca como tal queda normalizada en su libertad no bien desaparezca el terrorismo, sin que sea necesaria ninguna ulterior actuación o transformación de su vida. A partir de ese momento, somos una sociedad tan normal como cualquier otra. Otra cosa muy distinta es el subgrupo social que forma la comunión nacionalista: ahí, en ese mundo nacionalista, sí que existen fuertes dificultades para aceptar como normal una convivencia en la que parte de sus componentes purguen sus crímenes en la cárcel. Es realmente duro, desde el momento que exige tomar conciencia de lo que ha pasado los últimos 40 años y hacerse responsable de ello. Pero es su problema, no el nuestro.
Si la parte no nacionalista de la sociedad vasca (y en primer término su Gobierno actual) acepta como problema suyo propio lo que no es sino el problema de los nacionalistas, y se apresta a solucionarlo vaciando las cárceles o exigiéndolo a las instituciones españolas, estará cavando su propia tumba como permanente actor secundario de la política vasca. Un papel, este de actor secundario, que asumió por falta de ideología propia durante la Transición y que perdura todavía hoy en muchos de sus componentes, que consideran que su propia función es hacerse más llevaderos y simpáticos a los nacionalistas, resolviéndoles sus problemas de inserción en el Estado. Resolverles ahora el arduo trabajo que implica digerir una convivencia con presos en la cárcel es tanto como aceptar para siempre la subordinación política de los no nacionalistas. Aunque nos sonrían al hacerlo.
José María Ruiz Soroa es abogado.
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