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Indignados y tramposos

¿Qué sería hoy de nosotros si no pudiéramos indignarnos? La marea de la indignación ahora mismo es un colchón que nos arropa en la gélida intemperie. Como si el monumental enfado, síntoma del malestar social, tan local como global, tan personal como colectivo -todo se une, al fin, en esta crisis-, sirviera para conjurar la posibilidad, confirmada, de un futuro freak.

El presente ya ofrece un inmenso catálogo de frikismos capaces, por sí solos, de justificar la monumental indignación: ¿rescataremos aún más a los bancos?, ¿se deshará Europa definitivamente por la incapacidad sus dirigentes?, ¿ganará la batalla la cultura basura y nos volveremos más tontos?, ¿daremos la razón a los catastrofistas y a quienes piensan que la gente es mala y estúpida?, ¿bajará nuestra calificación como país en el ranking de la alta costura financiera de las agencias de calificación?, ¿cuándo aflorará el dinero desaparecido doquiera que esté?, ¿quién nos impulsa al suicidio de la deuda?

Ahora la indignación es un magma contradictorio, un recurso fácil, de moda, tan legítimo como peligroso

Aún no nos damos cuenta, pero este enfado de hoy es el último símbolo de una época que cancela lo que fueron privilegios únicos en la historia de la humanidad. Era un privilegio dar sentido al mundo en el que vivíamos. Hoy ni las transnacionales, el gran capital o la economía criminal entienden los líos absurdos que montan. Solo quienes un día fueron humanos son capaces de indignarse: solo quien es consciente de perder su humanidad -su bienestar, su proyecto, su libertad, su sociabilidad- reacciona con el enojo; al menos inicialmente. La indignación es el paso previo a la acción.

La indignación puede ser, también, un arma tramposa: no es lo mismo indignarse por las dificultades que tiene nuestra democracia para seguir siéndolo que indignarse porque los que viven peor que uno reclaman solidaridad. Y no es lo mismo que los jóvenes pidan "¡democracia, ya!" o que hagan lo mismo resabiados veteranos del populismo y codiciosos tahúres que serán los más ricos del cementerio. La indignación, ahora mismo, es un magma contradictorio, confuso; un recurso fácil, de moda, tan legítimo como peligroso. Por una parte, muestra que la gente ha despertado de un letargo malsano y está bien viva. Por otra, ofrece a aprovechados de todo tipo la oportunidad de recuperar un victimismo -la señora marquesa está enfadada porque solo tiene un abrigo de visón- digno de mejor causa.

La indignación es como un catálogo de supermercado: ¿quién no es capaz de indignarse ante cosas que dejan indiferentes a otros? A Duran Lleida y a Mas-Colell les indigna que el dinero catalán viaje a España; su enojo se amplifica y contagia desde ese espacio ideológico y malhumorado llamado Polònia, ¡poca conya!: un complot de Madrid con el caduco Estado de bienestar despilfarra nuestro dinero. A otros nos indigna que precisamente Polònia ejerza de gran intelectual: ¿vivimos en un desierto? En ciertos casos, indignarse es burla de una indignación justa.

El catálogo de indignaciones posibles es infinito. ¿No encuentra siempre el ser humano motivos para quejarse?, ¿no parecen ilusos los satisfechos? La indignación es una apetecible y fácil percha para la mala política. El Tea Party es hoy el experto: su vuelta a las esencias y al nacionalismo cerrado es un virus en expansión. A imagen y semejanza de su indignación radical, ya hay tea party en Gran Bretaña, la Taxpayers Alliance o alianza de los contribuyentes para pagar menos impuestos, y Alemania, la ZivileCoalition, en favor de la desregulación y la salida del euro y de Europa (!). La oleada de la santa indignación política contagia a gente próxima y moderada: Miquel Roca dijo hace poco una sugerente frase: "Para defender la cartera habrá que ondear la señera"; ¿fue un guiño a la afición, un lapsus o un programa político? Quién sabe.

A la vista de lo complicado que es interpretar la indignación y prever sus consecuencias, alguien debería iluminarnos con una estupenda teoría sobre lo que es la indignación de izquierdas y la indignación de derechas. Al fin, la historia está tan llena de indignaciones como de catástrofes y de aciertos. Pese a todo, ¡aquí estamos! Esa es la mejor noticia.

Margarita Rivière es periodista.

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