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Columna
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Asco S.A.

David Trueba

Lástima que La caja, en Telecinco, no explote su decorado, su calidad y su ambición psicoanalítica para poner en pie algo más atrayente que un confesionario de famosos. Empezó con mayor empaque, aunque ya centrado en personajes de la tele, de esa experimentación humana que con éxito han impuesto como patrón de comportamiento social. Pero entrega tras entrega se hace menos barroco y por lo tanto más zafio. La última invitada fue Ana Obregón, una mujer querida por su ahínco casi de personaje de ficción, por su entrega desmedida a ser ella misma y por un cierto fondo de gozosa folclórica licenciada en Biológicas. A nadie le puede caer mal porque es como una tía de la familia, algo disparatada, pero que siempre alegra un bautizo, una boda absurda y hasta la grosera ceremonia de los tanatorios.

En La caja corrieron a ponerle un sinfín de imágenes de su antiguo amor ya fallecido, empeñados en lograr la grumosa materia de la que están hechos los sueños de nuestra tele: rímel corrido, maquillaje quebrado, sudor de focos y lágrimas de famoso. Pero ella resistió, entregada a la versión infantil y algo naif de sus peripecias amorosas. Resarcida porque ha tenido un hijo capaz de sobrevivir a la infecta persecución mediática, a la sed de sangre de los espectadores, en un momento expresó una verdad rotunda: "¡Qué asco!"

Esa expresión iba dirigida a una vida en la popularidad, con los medios autorizados por el consumidor para irrumpir en cumpleaños infantiles, entierros familiares y corazones rotos. Se sentía brillar el hartazgo de la protagonista por esa vida expuesta. Pero la sinceridad de ese asco no dejaba de contrastar con el lugar elegido para expresarlo. Un plató de televisión, un ring de recuerdos familiares e íntimos retransmitido en horario de máxima audiencia, un sometimiento feliz al tribunal de entendidos en cotilleo, algunos partidarios de la protagonista y otros más feroces, aunque ninguno con el encargo de morder a degüello en esa comparecencia voluntaria y nos tememos que remunerada. Un asco consentido, buscado, como un baño alegre en aguas mugrientas.

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