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El final de la violencia etarra
Columna
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Ahora, a por la historia

Daniel Innerarity

¿Cómo se contará todo esto? Epicteto tenía razón al afirmar que lo que estremece a los seres humanos no son las acciones sino lo que se dice a propósito de las acciones. Todos los finales de la violencia se transforman en luchas para imponer una versión de los sucedido o, cuando menos, para posibilitar un relato que exculpe ante la propia facción. Cuando el debate está ahí, es una buena señal pues indica que la violencia pertenece ya al pasado.

Desde esta perspectiva cabe entender en qué puede consistir una de las formas de desprecio que se ciernen sobre las víctimas en los momentos de finalización del terrorismo. Podríamos llamarlo "la amenaza de la simetría". El filósofo Hans Jonas lo formulaba como el temor a que la bondad y la infamia terminen ex aequo en la inmortalidad. Una guerra o un conflicto entre comunidades puede acabar así, pero en Euskadi no ha habido ni lo uno ni lo otro. Ni siquiera los infames episodios de violencia de Estado pueden justificar un esquema de simetría, de tal manera que la culpabilidad estuviera repartida a partes iguales.

La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta a otra anterior
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La violencia no ha sido nunca inevitable, ni cabe justificarla como respuesta adecuada a otra violencia anterior. En este sentido, parece claro que algunas formulaciones del comunicado de Aiete no ayudan nada a construir una memoria justa. La fraseología del comunicado de ETA se explica porque de algún modo tienen que tapar su vileza moral y su fracaso histórico. Pero no nos engañemos porque cualquier observador puede constatar quién ha vencido y quién ha perdido.

Por supuesto que en una democracia la escritura de la historia solo puede hacerse en un marco de pluralismo, bajo la mirada vigilante y crítica de diversas memorias paralelas que discuten. No corresponde al legislador fijar de manera autoritaria una regla para la interpretación del pasado. Nuestra lectura de la historia es un trabajo nunca acabado y siempre problemático. Pero la memoria no puede ser neutra porque no se trata de conseguir un pacto entre agresores y agredidos para encontrarse en una especie de punto medio entre violencia y democracia.

La convivencia democrática se basa sobre unas relaciones de reconocimiento recíproco, pero esta obligación de reconocer a los adversarios, aunque se dirija a todos por igual, no plantea las mismas exigencias a quienes han ejercido la violencia y a quienes no lo han hecho. Aquí tampoco puede aceptarse la simetría. Todos tenemos la misma obligación pero no todos tenemos que hacer el mismo recorrido. El relato oficial, público y, sobre todo, los principios sobre los que se asiente nuestro marco político y sus procedimientos de modificación no pueden legitimar el recurso a la violencia. Una cosa es ser flexible y otra decretar que, tratándose de principios fundamentales de la convivencia, la verdad está a medio camino. El relato justo del pasado, por difícil que sea, nunca es un punto medio entre víctimas y verdugos.

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