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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La saeta de las vencidas

El entusiasmo casi general con que fue recibida Pa negre no solo tenía que ver con la excelencia de la propia película: con ella, Agustí Villaronga había roto también una inercia, había impugnado un imaginario fosilizado, regido por el maniqueísmo, y, sobre todo, se había preguntado cómo representar un periodo histórico -la inmediata posguerra- haciendo tábula rasa de toda una tradición. Bajo la mirada de Villaronga, el paisaje de esa resaca del horror estaba dominado por una infección moral que alcanzaba a todos y difuminaba fronteras de integridad entre vencedores y vencidos.

Sería, probablemente, injusto dar por hecho que Benito Zambrano no ha querido plantearse el mismo tipo de preguntas. La voz dormida, adaptación de la novela de Dulce Chacón, también quiere aportar su toque de distinción, focalizar la mirada en algo que, si bien no ha estado siempre fuera de plano, quizá no había ocupado con tanta generosidad el centro del escenario: el sufrimiento de las vencidas. En suma, una cuestión de género: la represalia sobre los derrotados encarnada en una galería de rostros femeninos dolientes que, inevitablemente -y, en gran parte, gracias al tratamiento fotográfico de ecos goyescos de Álex Catalán-, remite a la estética de madres dolorosas de una Semana Santa sevillana.

LA VOZ DORMIDA

Dirección: Benito Zambrano.

Intérpretes: María León, Inma Cuesta, Ana Wagener, Daniel Holguín, Marc Clotet.

Género: drama. España, 2011.

Duración: 128 minutos.

Las mejores alianzas que ha encontrado Zambrano en su propuesta están en el reparto femenino que recoge la patata caliente de encarnar ese dolor bajo una dramaturgia que parece luchar en su contra: la magnética María León logra que su personaje viva, respire y conmueva a pesar de tener que bregar, en todo el metraje, con una mirada sobre la que parece haberse estrujado un manojo de cebollas. No habría que pasar por alto a Inma Cuesta -obligada a desfilar sobre la cuerda floja de dos secuencias musicales al borde del exceso melodramático y a tener extemporáneos estallidos de conciencia de la Memoria Histórica-, ni a Ana Wagener, la única figura del bando vencedor a la que se permite mostrar algo de fibra humana más allá del arquetipo: una fibra humana que el guion verbaliza en exceso. Hay otras presencias secundarias (femeninas, vencidas) capaces de transmitir algo: para los héroes resistentes y para los villanos fascistas solo ha quedado un generoso almacén de expresividad acartonada.

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