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Columna
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Buena gente

Rosa Montero

El martes pasado escribí sobre la ubérrima cosecha de mangantes que hay en este país: la mala gente abunda, desde luego. Pero la buena también. Gente buena y valiente como las cooperantes de MSF secuestradas cerca de Somalia, dos chicas a las que por desgracia ahora hemos puesto nombre y rostro, pero que forman parte de una anónima multitud de voluntarios que andan por el mundo en destinos durísimos, arrostrando incomodidades y peligros por el desprestigiado y poco glamuroso afán de ayudar al prójimo.

Gente buena y estoica como esas mujeres que, al volver derrengadas a su casa tras haberse pasado 10 horas limpiando pisos por un sueldo de risa, se acercan a la casa de un vecino anciano e impedido y le asean un poco, y le preparan la cena, y le proporcionan la única y preciosa compañía con la que el viejo cuenta, aunque nada obliga a esas mujeres a hacer lo que hacen, salvo la compasión. Otra palabra bastante despreciada.

Gente buena y amable que, en su vida y su trabajo, tienen en cuenta a los demás. Enfermeras de urgencias que en vez de tratar a los pacientes como ganado saben ponerse en el lugar del otro, y comprender su angustia. O administrativos capaces de levantarse de la silla para buscar un papel, un gesto nimio que puede suponer una enormidad para quien ha venido a resolver un trámite. Sí, me consta que en este país hay mucha gente buena, es decir, personas empáticas con los problemas del prójimo. Sin esos familiares, sin esos amigos que acogen y comparten, esta sucia crisis que atravesamos sería más brutal. Pero también creo que algo debe de fallar de manera esencial en nuestra sociedad cuando nos es tan fácil ver a los malos y tan difícil a los buenos. Cuando las historias crueles gozan de prestigio, pero las bondadosas nos resultan pueriles. Cuando un artículo como este nos parece ñoño.

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