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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lúgubre Afganistán

Las grandes promesas de un país nuevo se han desbaratado después de diez años de guerra

Si diez años es atalaya suficiente, el diagnóstico sobre Afganistán no puede ser más sombrío. Una década después de que comenzaran los bombardeos estadounidenses para desalojar a los talibanes del poder, incluso a los más optimistas les resulta imposible asociar la situación en el convulso país centroasiático con aquel gran plan de EE UU y sus aliados para construir una nación nueva, democrática y que mantendría a Occidente a salvo del terrorismo islamista allí incubado.

Los hechos son concluyentes, pese a los denodados esfuerzos de Washington y la OTAN por disfrazarlos. Un poder nominal en Kabul, desde hace nueve años en manos del corrompido Hamid Karzai, una Constitución que es papel mojado en una sociedad tribal y un formidable despliegue militar occidental -cuyo eclipse total, objetivo supremo de los talibanes y de la gran mayoría de los afganos, se producirá en tres años- son incapaces de doblegar a una insurgencia con el tiempo a su favor.

Los yihadistas y sus aliados de la milicia islamista Haqqani, manejada por el espionaje militar paquistaní (ISI), tienen cada vez menos necesidad de conquistar territorio, puesto que su poder de intimidación crece sobre el que ya controlan. Su táctica ahora, contenidos sobre el terreno por los refuerzos estadounidenses, consiste en asestar golpes psicológicos, como los asesinatos selectivos o los espectaculares y limitados asaltos a ciudades. Ejemplos de estos aldabonazos fueron hace unos días el ataque de casi 24 horas a la embajada estadounidense en Kabul, la masiva fuga talibán de la prisión de Kandahar o el reciente asesinato del mediador del presidente Karzai con los talibanes. Todo ello para convencer a los afganos de que su Gobierno -cuyas fuerzas de seguridad son acusadas por la ONU de torturas sistemáticas- no puede protegerles, pese al acelerado aumento de sus policías y soldados.

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Karzai sabe que el próximo capítulo en la historia del país no lo escribirá EE UU. De ahí sus aperturas en marcha hacia China o, de forma más llamativa, India. Y, sobre todo, su decisión de hacer de Pakistán -el poderoso, violento e inestable vecino, cuyos generales siempre han teledirigido los acontecimientos afganos- la clave de bóveda de un inevitable entendimiento con los talibán. Esos son los poderes reales que dibujarán el futuro de un país, trágicamente cercano al de 2002, en el que la democracia o los derechos de las mujeres se convierten aceleradamente en letra pequeña.

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