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Columna
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El regreso

He pasado algún tiempo en una pequeña ciudad de Inglaterra y, a la vuelta, hay cosas que me llaman la atención. Por ejemplo, el claxon de los coches. Se me había olvidado. Llevaba tres meses sin oírlo, pero en el pueblo donde vivo, en la frontera entre Málaga y Granada, existe la costumbre de tocar el claxon, incluso a la hora en que las calles están vacías, a las dos o las seis de la mañana, antes de que, si es sábado, las monjas de la ermita te despierten repicando las campanas a las ocho y media en punto. Benditas sean. Estoy en un país de mucha alegría y vitalidad, aunque a la vuelta me haya topado con un desánimo casi sólido, material y palpable. El verano no ha sido bueno, dicen. Yo había leído, en mi lejanía, noticias de una magnífica temporada turística.

El señor que me recoge en el aeropuerto me cuenta que sus compatriotas se vuelven a Argentina. Él mismo piensa volver antes del invierno. Pero también encuentro perspectivas de regeneración económica. El presidente Zapatero anuncia que Rota será la base naval del sistema antimisiles de la OTAN y de los Estados Unidos de América en el Mediterráneo, con cuatro barcos de guerra y más de mil soldados, y celebra el acontecimiento por su "impacto muy positivo socioeconómico": ¡1.000 empleos, 50 millones de beneficio anual en la bahía de Cádiz! Eso decía el presidente, como un verdadero empresario de la defensa. Eva Corrales, alcaldesa de Rota, del PP, lo corroboró: la base es "la empresa más importante de Cádiz". Y anunció un nuevo plan de turismo militar, para soldados americanos destinados en Europa.

Me he encontrado la Constitución reformada por el PSOE y el PP, enemigos inseparables, que han quedado reducidos a ser los dos únicos partidos constitucionales de España. Pero, a pesar de tanta reforma y regeneración, me ha recibido una sensación de futuro nulo, como en los años setenta, cuando el punk, pero con mucho más miedo. No hay futuro, sólo la amenaza de que todo irá a peor si los ciudadanos no obedecen y no renuncian a sus derechos esenciales. Es algo fatal, dicen los políticos profesionales: no tienen más remedio que hacer lo que hacen, los obligan las leyes económicas, el poder del dinero. La prosperidad dependía de su voluntad y sabiduría, o eso contaban, pero, hoy, el fracaso es culpa de los mercados, de la banca, de los especuladores, de los depredadores, de nadie en concreto.

No es extraño todo lo que me encuentro. Me veo escribiendo un prólogo para las novelas de intriga y crímenes de Graham Greene y en su autobiografía tropiezo con la incredulidad del escritor en los altos propósitos de la banca y de los políticos. Greene hablaba de la Depresión de los años treinta, en vísperas de la II Guerra Mundial, pero todo se repite. Yo, cuando pienso en el actual temblor trágico de la industria financiera, pienso en cosas más inmediatas, en Andalucía, por ejemplo, en la construcción, esa rama del negocio del préstamo bancario. Pienso en la obligación inducida de comprar un piso, en la manera en que aquí se ha construido y se ha vendido y comprado la tierra. El socialista griego Papandreu dice que el clientelismo político, el amiguismo y la corrupción son costumbres caras.

Me he encontrado con las Cortes disueltas, en pleno periodo preelectoral, y dos alternativas, el PSOE y el PP: aparatos, cerrazón, coraza, caja fuerte. Compiten entre sí en quién empeorará menos las condiciones de trabajo y hará más lenta la desaparición paulatina de los derechos sociales. Pero hay algo mucho más sorprendente: una protesta mundial, un movimiento internacionalista como no creo que haya existido nunca, la convocatoria del 15 de octubre: 950 ciudades, 80 países. Aquí se ha extendido de Huelva a Almería, pasando por Cabra, Jerez o La Línea. Veo en Youtube la manifestación de Algeciras mientras escribo estas palabras. No es que no creamos en los políticos vigentes: los políticos han confesado su inanidad. Y nos han convencido.

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