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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Nueve horas a vuelapluma

Marcos Ordóñez

Ay, ay, ay, piensas a mitad de la primera parte, que esta no es mi La costa de utopía, que me la han cambiado, que esto me resulta confuso, plano, aburrido, y eso que he ido al Lliure con unas ganas babeantes tras el exitazo de la compañía de Aleksei Borodin en el Valle-Inclán. Lo sé, las comparaciones son odiosas y a menudo inútiles, pero es que el montaje de Trevor Nunn en 2002, rebosante de magia y poesía, fue para mí el canon, qué digo el canon, un hito casi equiparable al Mahabharata de Brook. Es cierto que Stoppard no lo pone fácil, que con su sofisticada estructura à la Conway el arranque de la trilogía tiene un acceso un tanto escarpado: en el primer acto, 'Viaje', a caballo entre la chejoviana hacienda de los Bakunin en Priamukino y el Moscú brillante y hambriento de mediados del XIX, nos cae encima un turbión de personajes cuyas acciones (de las que apenas se atisban puntas, colofones y esquinas) sólo comprenderemos plenamente cuando la trama vuelva atrás para rellenar los huecos y mostrar los perfiles desde otros ángulos. La cima de ese procedimiento se alcanza en 'Naufragio', el segundo episodio, cuando se repite, en flash-back, una fiesta parisiense para extraer y reenfocar a la flaubertiana usanza la última conversación del difunto Belinsky, feliz por haberse permitido el único capricho de su vida: comprarse una lujosa bata de seda rojinegra. El texto está cuajado de puentes secretos (el cortaplumas pasando de mano en mano), de ecos que enlazan distintos lugares y momentos (el disparo que acaba con Pushkin), de destellos surreales como el inquietante Gato Pelirrojo (¡Moloch, Moloch!) que se relame anhelando devorar a sus hijos. Y sus hijos son la generación para la que se acuñó el término intelligentsia, los hombres y mujeres de la Rusia ochocentista que creyeron en una sociedad más justa y más libre; personajes apasionados, contradictorios, vivísimos, a los que vamos a conocer en todas sus grandezas y miserias.

Todo fluye como un gran río tranquilo hacia la crepuscular pero esperanzada escena final, con los supervivientes al fin reconciliados con la vida

Los peros se multiplican porque en la puesta de 'Viaje' cuesta diferenciarles; porque parecen apresurados voceadores de mensajes políticos y filosóficos, porque hay un continuo y molesto trasiego de muebles entre escena y escena, y evocaciones relamidas (la coronación, a cámara lenta, de la enferma Liubov), y tampoco ayudan los escuálidos, casi telegráficos subtítulos. Al Bakunin de Stepan Morozov le falta encanto y seducción, es un pelmazo malcriado a secas, de una pomposidad pasmosa: no se comprende que sus hermanas le adoren; para no hablar de su padre, el viejo conde (Víktor Tsimbal), que parece un notario de provincias. 'Viaje' es, decididamente, "la parte de Belinsky", como diría Bolaño: un Clarín ruso, flamígero e insobornable, empecinado en rastrear una literatura nueva que refleje y trascienda la realidad, y que el extraordinario Ievgueni Redkó interpreta con la electricidad y la elegancia espiritual de un joven Barrault. También están soberbias las actrices, encabezadas por Nelli Uvarova (bellísima, conmovedora, siempre en el tono justo), como Natalie Beyer, y la no menos estupenda Ramilia Iskander, que encarna a "la otra" Natalia, luego casadas con Alexandr Herzen (Ilia Issaiev) y Nikolái Ogariov (Aleksei Rozin), que refulgirán en la segunda y tercera parte, al igual que el impecable Turgéniev de Aleksei Miasnikov, recorriendo Europa en pos de su amor imposible, la soprano española Paulina García, "la Viardot". En 'Naufragio' se consolida la estatura de Herzen, el gran protagonista de la trilogía, un aristócrata reformista que cree en la lucha por la felicidad día a día, sin mesiánicas recompensas futuras. El problema es que a Borodin sólo le funcionan las escenas íntimas, con tres o cuatro personajes: las estampas corales pecan de reblandecimiento o rigidez (las desangeladas, estatuarias fiestas salonnardes) o rozan el ridículo, como las barricadas de la revuelta francesa de 1848, peligrosamente cercanas a unos sanfermines de tercera (pañolicos rojos incluidos), y el reencuentro entre Herzen y el errante Bakunin, cuando la ilusión de una república popular ha saltado en pedazos, está muy lejos de la potencia emotiva del original. Aun así, el placer va en aumento porque 'Naufragio' está mejor servida que 'Viaje', y porque 'Rescate' parece dirigida por el hermano ruso del gran José Luis Alonso. Quitando una imagen onírica (felizmente breve) con chisteras y levitas blancas, estilo zarzuela televisiva de los setenta, no puedo sino aplaudir la gracia y claridad de su trazo. La fiesta de Año Nuevo en Orsett House es una lección de cómo organizar el espacio y coreografiar con sensatez los movimientos, y la deliciosa parte del otoñal ménage à trois entre Herzen, Ogariov y Natalia (que a más de uno le evocaría El baile de Neville) es otra clase magistral de tono y matices, así como el muy bien dibujado retrato de la relación de Herzen con sus hijos o el amor secreto de la institutriz Maria Fromm (Maria Roshenskova). Ilia Issaiev es aquí un Herzen superlativo, con peso específico, zaherido por derechas e izquierdas, abatido por un rosario de calamidades pero nunca vencido, y el actor da muy bien algo tan difícil como es mostrar sin clichés el paso de la madurez a la vejez. También el Bakunin de Stepan Morozov (un tanto caracterizado como Charlton Heston en Los diez mandamientos) es, al fin, tal como Stoppard lo contempló en su texto: un oso gorrón y devorador de ostras que prende cuanto fuego avista con incombustible energía. Ievgueni Redkó reaparece en el corto papel del socialista francés Louis Blanc, así como Nelli Uvarova en el precioso rol, igualmente breve, de la prostituta Mary Shuterland. Todo fluye como un gran río tranquilo hacia la crepuscular pero esperanzada escena final, con los supervivientes al fin reconciliados con la vida. La costa de utopía, pese a los altibajos citados, acaba siendo un trabajo de amor ganado por la brillantez creciente de sus nueve horas y por la entrega de sus casi cincuenta intérpretes: bravo por ellos. Y por Gerardo Vera y Lluís Pasqual, responsables de su visita.

Escena de <i>La costa de utopía,</i> de Tom Stoppard, en el montaje dirigido por Aleksei Borodin.
Escena de La costa de utopía, de Tom Stoppard, en el montaje dirigido por Aleksei Borodin.RAMT

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