Saludos
Ocurrió en la calle de Colón. Iba paseando cuando de pronto veo en la acera de El Corte Inglés a una desconocida cargada de bolsas haciendo equilibrios para saludarme como un navegante al otro lado de la costa. Yo le correspondí con el mismo entusiasmo porque, puestos a ponerse eufóricos, no hay quien me gane. Históricamente siempre he tenido problemas con el tema del saludo. Es un karma que arrastro desde niña. Las madres de provincias eran implacables en eso. En las ciudades de cincuenta mil habitantes si hay algo que no se perdona, es que alguien vaya por la calle pensando en sus cosas. Siempre venía la vecina de turno con aquello de "tu hija solo saluda cuando le conviene". Y una tendrá sus defectos, pero no hasta el extremo de mirar a nadie por encima del hombro. Desde entonces saludo a los que son y a los que no son. Por si acaso.
Pero a veces las cosas se complican. La mujer se lanzó a cruzar la calle como un misil de crucero y yo me puse lívida, porque ya me cuesta lo suyo encontrar las palabras adecuadas con gente que conozco de toda la vida, imagínense con aquel ser sin identificar. Pero que una sea tímida no significa que vaya dándole la espalda a los riesgos de la existencia.
-¿Qué tal?- exclamé armando una sonrisa imperecedera
-Ya ves, de compras.
-Ya veo.
-¿Y tú?
-No, yo no.
-Ah, bueno. Ya veo.
Intenté un quiebro holmesiano a ver si me daba alguna pista sobre el carácter de nuestra amistad y aquellos saludos del alma.
-¿Y has empezado ya a trabajar?
-Más o menos ¿Y tú?
-Yo ahí ando, escribiendo y tal.
-Ah, o sea que escribes.
-Solo a ratos...- susurré hundida en la miseria.
Aquel ser que tenía frente a mí no tenía piedad. O me confundía con alguien o era una sádica profesional dispuesta a hacerme pagar todas mis culpas en este mundo. Me encontraba al borde del suicidio, pero llegados a aquel extremo de nuestra relación, tampoco podía volverme atrás. Menos mal que en un descuido conseguí articular una audaz frase de despedida. Cuando ya me iba, la muy ladina todavía tuvo el valor de soltarme:
-Cualquier día de estos te llamo y me cuentas...
Una corriente helada me recorrió la espalda. Desde entonces me la tropiezo en todas partes. Si la veo entrar por una puerta del Mercadona, salgo por la otra como alma que lleva el diablo. Ya no vivo. Solo de pensar en otra conversación de locos, se me hace de noche. Hay días que tengo los nervios tan destrozados que no me atrevo ni a salir de casa. Estoy metida hasta el cuello en una relación que es un infierno. Porque por muy valiente que me crea, sé que jamás reuniré suficiente valor para decirle a esa mujer que no la conozco de nada. Ya sé que lo mismo les ocurre a muchos matrimonios. Solo digo que no lo estoy pasando bien. Mi vida está en la cuerda floja. Cada vez que suena el teléfono, me dan ganas de echarme al monte, como si no hubiera un mañana.
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