Mou y Messi
Las celebraciones futbolísticas se asemejan mucho a los rituales del triunfo bélico. Hay personajes, como Mourinho, que se sienten cómodos en esa dialéctica y la alimentan antes, durante y después del partido. El juego como un estado de excepción permanente. Aplica al pie de la letra la cosmovisión de Carl Schmitt: el mundo se divide en amigos y enemigos. Esa mirada lo contagia todo. Los gestos en la banda. La retórica del resentimiento. La alegría marcial por la victoria. La amargura desencajada ante la derrota. Si cito a Mourinho no es por verlo como una rareza ni por manía personal. Al fin y al cabo, sus más efectivos movimientos tácticos parecen inspirados en la batalla de Aljubarrota, cuando los lusos desquiciaron a las huestes castellanas poniendo en duda su virilidad. El belicismo futbolístico es la norma. Todavía más que Mou, un actor profesional, me asustan los padres que en partidos infantiles hostigan al árbitro y azuzan a sus cachorros con la eterna invocación al célebre Par de Huevos. Pero ahora estoy en un local público, delante de un televisor, y Leo Messi acaba de marcar el primer gol contra el Bate Borisov. La reacción mayoritaria no es el aullido de quien comparte manada sino el asombro: ¿Cómo ha podido hacerlo? Con Messi en marcha, la cancha no es un campo de batalla, sino una geografía de unidades de emoción. La revolución de Messi es que no pretende dominar al contrario, sino librarse de él. Su manera de desplazarse es la del andar simultáneo de Charlot (El Pibe, en Argentina). Es un fútbol mímico, malabarista, en el que la bola va detrás de Messi y no al revés. Nunca se pierde porque la pasa colgada de un hilo. Pero todavía hay otro parecido. El jugar de Messi es clavado al discurrir pacifista del soldado Schweik. Los generales, desconcertados por la chifladura, sentían moverse la tierra bajo sus pies.
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