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Columna
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Uniformidad cultural

Una de las paradojas de la globalización es que, por misteriosas razones, el avance en la lucha contra ciertas penurias se identifica con el agravamiento de las mismas. La psicología social, dentro de algunos siglos, estudiará este fenómeno. Nos reímos del derecho divino de los reyes, la justificación del esclavismo o la demonización de algunas razas. Pero en el futuro se reirán de los justicieros de hoy, que según el mundo mejora denuncian que no deja de empeorar. Tocqueville observó que, a medida que las diferencias sociales fueran menores, su existencia se haría intolerable. Un siervo no odiaba al señor feudal, porque ni siquiera concebía que la igualdad fuera posible. Pero hoy un funcionario con plaza fija, piso en barrio burgués, casita de verano, utilitario e hijos con habitación y conexión a Internet individual juzga que el estatus de los ricos ha llegado a un punto intolerable.

Efecto de la globalización: aumentan el bienestar y la insatisfacción. Las librerías están llenas de ancianos repartiendo órdenes: ¡Indignaos! ¡Reacciona! ¡Comprometeos! Dijo Jean-François Revel que los jóvenes, colectivamente hablando, nunca tienen ideas jóvenes. Lo que no dijo es que quienes los manipulan son ancianos resentidos, que mantienen la apocalíptica expectativa de que el mundo desaparezca al tiempo que ellos. Cada vez hay menos guerras, pero dicen que hay más guerras; cada vez hay menos hambre, pero dicen que hay más hambre. Parece que lo lamentan. Otro argumento progresista para detestar el progreso es la uniformización cultural. Dicen que la globalización nos lleva al etnocidio, a un mundo de seres multicopiados, despojados de nuestra cultura de origen. Pero la realidad de nuevo desmiente el discurso dominante: las ciudades son una explosión de vestimentas y costumbres; se multiplican los restaurantes libaneses, peruanos o alemanes; se construyen mezquitas y se celebra el Año Nuevo chino; hay máscaras de Halloween y Carnaval de sabor vasco, canario o brasileño. La calle es una constelación de razas, identidades, religiones, opiniones y costumbres. El mundo se diversifica, pero dicen que ocurre lo contrario. Al parecer, cualquier aldea de hace un siglo era un prodigio de oferta cultural, nuevas oportunidades, alternativas y libertad para elegir. Aquellos eran buenos tiempos, porque la gente tenía garantizadas libertades que nosotros hemos perdido. Es curiosa esa añoranza de un tiempo en que la mayoría de los niños moría en sus primeros cinco años.

El mundo se ha convertido en una batidora que produce un zumo multifruta, pero muchos añoran los tiempos del monocultivo. Es el mejor indicador de nuestra soberbia intelectual: gente diciendo que vivimos en una selva implacable. Nunca hubo tanta indignación en las mesas de los restaurantes, mientras se pide al camarero, con un chasquido de los dedos, que traiga ya la cuenta, por favor.

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