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Columna
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Dieciocho

Queridos niños: la primera lección es que los maestros sirven para enseñar. Y yo, en mi calidad de maestro y funcionario de la Consejería de Educación, quiero explicaros algunas cosas poco claras que están formando mucho revuelo en este país en las últimas semanas. Se habla de horario lectivo, se habla de despido de funcionarios, se habla de rebaja en los presupuestos, y muchos periodistas y políticos, como profanos que son en el asunto, no saben bien lo que dicen. Yo, que siento y padezco esto todos los días de mi tiempo de lunes a viernes, quería aclararos un par de puntos para que tuvierais la visión más diáfana. Y es que esa es la tarea del maestro desde los tiempos de Jesús y Pitágoras y más atrás: ayudar a los alumnos a que miren bien para no tropezar y darse de morros contra la calzada y las piedras.

Sí, niños, aunque se habla de dieciocho nosotros los maestros echamos muchas más horas en los centros educativos de los que supone la señora Esperanza Aguirre. Porque educar, y preparar la educación, y reunir material, y corregir, y organizar asambleas, y acudir a la llamada de los inspectores, y salir de excursión, y evaluar competencias, son cosas que no pueden hacerse dentro de un aula abarrotada de niños a los que atender y para las que hay que buscar tiempo fuera de clase. Dieciocho es un número mágico, amén de por marcar la cifra de edad necesaria para alcanzar la madurez legal, por constituir la cantidad de horas pedagógicamente idónea para que un profesor no acabe con los plomos fundidos.

Contra lo que muchos suponen, enseñar no es una profesión relajada. Sin duda el taladrar piedras exige fortaleza física, así como temple de carácter lidiar con delincuentes o desquiciados: sin desmerecer, un maestro ha de ser un individuo dotado de una cantidad respetable de concentración más otra de paciencia para realizar apropiadamente su labor. Veinte, veintiún horas a la semana (de cuatro a cinco diarias) intentando sondear jóvenes cerebros para minarlos de conceptos desconocidos, por no hablar de domar su carácter y desenraizar de él costumbres nocivas traídas de casa (niño, siéntate, niño, aprende a dirigirte a los demás, niño, baja los pies de la mesa, niño, calla, niño, compórtate como es debido) suponen una prueba ingrata para el sistema nervioso y el talante filosófico del maestro, que no todos culminan con la salud intacta. ¿Que de cualquier manera es posible? ¿Que veinte horas tampoco son para tanto? ¿Que nadie se muere por eso? Por supuesto. Del mismo modo, se puede pilotar un avión de pasajeros siete días a la semana, en jornadas de diez horas, sin que nadie llegue a padecer un soponcio; se puede operar cráneos y esternones durante horas y horas, y manejar el bisturí sin que tiemble de momento. Pero nada de eso se hace. Principalmente, porque la fatiga puede acabar con el avión o la vida del paciente, y eso queda mal en las estadísticas.

Lo grave del caso no es que Rajoy mienta o no cuando dice que en Andalucía se trabajan veinte horas lectivas, igual que en la villa y corte, sino que lo diga y se quede tan fresco. Es como defender el trabajo infantil argumentando que en el siglo XIX las fábricas estaban llenas de niños y tampoco pasaba nada: una barbaridad; más: una tontería. Lo que indica el comentario de Rajoy es algo que ya sabemos que forma parte del currículo nuclear del PP: que a ellos les trae sin cuidado la calidad de la educación, y que lo mismo les importa veinte que veinticuatro o treinta, si hiciera falta. Craso error, señores del partido azul: están ustedes cometiendo una falta de la que la historia puede hacerles arrepentirse con creces. Porque el primer enemigo de la democracia no es, con parecerlo, la intolerancia: es el analfabetismo.

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