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Columna
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Redención

Lo de que la opinión pública siempre tiene razón parece ser un principio democrático. Es un principio discutible, porque, si bien es cierto que la opinión pública es decisiva para configurar mayorías y formar gobiernos, también lo es que una sola voz solitaria que disienta de ella y le advierta de su fatal deriva puede ver sancionada su posición por los hechos y tener razón, esa razón que la opinión mayoritaria no tenía. La reflexión me surge por las reacciones que ha suscitado la condena de Arnaldo Otegi por el caso Bateragune. No voy a entrar a valorar la sentencia, que condena hechos pasados y sobre la que tengo mis dudas. Sí quiero contrastar la diferente consideración a que se está sometiendo la actuación de los jueces y la, digamos, actuación popular. Veredicto frente a veredicto, el de los jueces se expone a toda clase de sospechas y exigencias, mientras que el de la supuesta opinión popular vasca es considerado sacrosantamente inocente y justo. ¿Podemos juzgar ese supuesto criterio de la opinión popular y considerarlo injusto, o pusilánime o equivocado?

El juicio que podamos hacer de la opinión popular vasca tiene un valor político irrelevante, por no decir nulo. Y esta es la cuestión. Lo que está en juego no es la justicia o falta de ella de la sentencia condenatoria de Otegi, sino el efecto electoral que pueda provocar. Se asegura que alimentará un crecimiento de Bildu el próximo 20-N. Aunque así sea, esto nada tiene que ver con tener razón o no, y bien podría propiciar ese juicio improbable, en mi opinión muy poco halagüeño, sobre esa opinión popular tan encomiada. La sentencia del Constitucional sobre Bildu abrió todo un campo de expectativas, no sin dividir a la opinión pública en confiados y desconfiados. Vista la actuación posterior de esa coalición, los desconfiados dirán que tenían motivos sobrados para desconfiar, mientras que es seguro que la esperanza -esa que se apoya en los tiempos- seguirá alimentando a quienes confiaron. Lo que parece cada vez más evidente es que, con esperanza o sin ella, Bildu ha conseguido secuestrar a la opinión popular con la postergación indefinida de un premio -el fin de ETA- para el que demanda la aceptación silenciosa de un espacio de juego en el que postula su redención. No sólo ha conseguido ser victimizada, a base de relativizar y oscurecer el valor de las víctimas, sino que se nos presenta ya como la liberadora de una violencia que ella misma alentó.

En la tradición católica no son raros los malvados que llegaron a santos. Lo hicieron a través de un proceso de conversión y arrepentimiento. En el seno de nuestra tradición católica asistimos a un proceso de santificación similar, aunque, sorprendentemente, sin necesidad de arrepentimiento. Los malos son ya los otros, y lo serán también sus víctimas. ¿Fueron ellos realmente malos alguna vez, o fue sólo un escozor lo que padeció esta sociedad, el escozor de la sumisión, ese que provocan las mafias?

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