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Columna
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¿Para qué sirve?

El ministro de Educación, Ángel Gabilondo, advertía aquí de que Educación debería quedar al margen de la política de recortes, y subrayaba los efectos negativos que estos podrían provocar en los dos principales problemas que afectan a la educación española, que no son otros que el fracaso escolar y el abandono escolar. Prevenía también, y es de agradecer su gesto, contra la cobertura demagógica que puede propiciar la adopción de una de esas medidas restrictivas, la del incremento de horas lectivas para el profesorado. Bien, los profesores trabajamos poco. Es la conclusión a la que se puede llegar cuando se habla de pasar de 18 horas lectivas a 20, cifras que vuelven escandalosa cualquier reacción de protesta, y es ésta la cobertura demagógica a la que me refería. Y no, nos defiende Gabilondo: "La disposición de 1994 dice que un profesor tiene 37,5 horas de dedicación. Y se manda un mensaje como si trabajara 20 horas y el profesor está las 37,5 horas".

El desastre educativo español es de tal magnitud, que últimamente hemos visto cómo se arbitraban medidas, educativas y laborales, para paliar la indigencia en la que se encuentran cientos de miles de jóvenes: reconocimiento de estudios realizados sin haber alcanzado titulación alguna, contratos laborales de aprendizaje, etc. Sin embargo, pese a esta situación pavorosa, el debate educativo español se ha centrado recientemente en la creación de los centros de excelencia -maravillosa denominación, por cierto- y en los recortes que penalizan al profesorado. Más parece que, en lugar de propiciar una política educativa que sirva a los intereses generales del país y de su ciudadanía, nos hayamos volcado al sálvese quien pueda. Triste panorama el de un país en el que ni las elites parecen tener garantizado el acceso a una educación de calidad para sus hijos y cuyo principal problema educativo reside en cómo garantizársela. Triste panorama y tristes elites, porque también éste es probablemente un problema de España.

El principal problema educativo no es el de la formación de nuestras elites, sino el fracaso de la Educación misma, una preocupación que afecta también a los países de nuestro entorno. He titulado mi columna "¿para qué sirve?" y he titulado mal, porque ya en su enunciación he introducido un sesgo discutible, pero esa es la pregunta que suelen hacer nuestros alumnos. En un reciente debate a dos en Le Monde, Philippe Meirieu y Marcel Gauchet, pedagogo uno y republicano el otro, se hacen eco de ese fracaso de la Educación y reivindican como principal objetivo suyo el enseñar a pensar. Reconocen que nuestros alumnos quieren saber, que quieren saberlo todo, pero que quieren lograrlo sin aprender. Y encuadran muy bien su tarea en los cuatro frentes que deben articular el debate educativo: las relaciones entre la familia (que ya no educa) y la escuela (que ya no sólo instruye), el sentido de los saberes, el estatuto de la autoridad y el lugar de la escuela en la sociedad.

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