Mis sabores
He probado langostas exquisitas, manchas en mi plato que, me juran, son exquisiteces; trufa, caviar, ¡hasta oro ha llegado a mi paladar! Pero lo mejor: la paella de la madre de mi amiga Merche. La llevo comiendo desde el instituto y no solo me sabe a una buena paella: me sabe a buenos recuerdos. Y es que la comida no solo alimenta nuestros estómagos sino también nuestra memoria. ¿Qué pasa si digo: Tigretones, Pantera Rosa, Phoskitos, bocadillo de atún con olivas, Brascada... ¡Chivito!? Sí, yo era de Chivito aunque siempre acabará con las camisetas manchadas. Y de Cola Cao, con sus grumitos. Por alguna extraña razón siempre sentí que no me podía llevar bien con los de Nesquik, esos sositos sin grumitos no podían ser de mi bando. El invierno me sigue sabiendo a chocolate espeso y el verano a polo de agua de limón o de naranja. Aunque hace ya mucho tiempo que no pruebo ninguno de los dos. Podemos hacer grandes viajes. Cruzar océanos, doce horas de avión pero ninguno nos será tan placentero ni nos llevará tan lejos como volver a morder un Bollicao a media mañana. Crecemos. Nos volvemos más complicados o sofisticados, elija cada uno su definición. Pero, curiosamente, la felicidad, la felicidad de la buena, suele estar siempre llena de cotidianidad y de recuerdos con buenos sabores.
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