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Reportaje:viajes improbables

En trineo por la eternidad

Paco Nadal

Conocí a Grant Beck en Yelloknife, una ciudad del norte canadiense, a orillas del Gran Lago Esclavo, que tiene un punto a la Cicely de Doctor en Alaska y otro a la aldea del Yukón donde hizo fortuna el Tío Gilito. Grant tenía una apariencia ruda, cincelada por la vida al aire libre en territorios extremos, pero sus ademanes eran corteses. Una especie de madelman con bigote que infundía respeto por los cuatro costados. Enseguida comprendí que si de alguien me podía fiar para cruzar 350 kilómetros de la helada planicie ártica en trineo de perros era de un tipo como él.

Grant era el criador de perros árticos más famoso de Yellowknife y un reputado corredor profesional de mushing (carreras de trineos de perros). Vivía allí, en la capital de los Territorios del Noroeste, porque en ningún otro lugar del mundo los espacios son tan abiertos y las nieves tan puras y eternas para disfrutar de sus perros en libertad. Me consta que para muchos mortales los Territorios del Noroeste son solo esa casilla del Risk que nadie quería conquistar porque estaba camino de ninguna parte. Pues bien, los Territorios del Noroeste existen. Son una provincia canadiense por la que cruza la línea del Círculo Polar Ártico con casi tres veces la extensión de España y en la que tan solo viven 41.000 almas. Gente que gasta poco en trajes y corbatas, acostumbrada a desplazarse en avioneta por una región tan vasta e inexplorada que a muchos de los miles de lagos que alberga es muy posible que nunca haya llegado el hombre.

Nuestra pequeña expedición la componía un total de 31 perros capaces de correr en las más duras condiciones

Nuestra pequeña expedición la componían cuatro trineos y un total de 31 perros alaskan husky, los fórmula uno del mushing, capaces de correr durante 100 kilómetros en las más duras condiciones invernales. Me llamó la atención que cada trineo llevara... ¡un ancla! "¿Un ancla? ¿para qué demonios hace falta un ancla?", pregunté al jefe Grant. "Ya me lo dirás cuando trates de frenar a los perros", respondió sin molestarse en levantar la cabeza de sus quehaceres. "¿Cómo, no basta con decirles '¡stop!'?" ¡Qué atrevida es la ignorancia!

Mientras avanzábamos por el gran desierto blanco -eterna sucesión de lagos cubiertos por una capa de hielo-, de pie sobre el pescante de mi trineo, observaba a los ocho seres que me precedían y me admiraba de que esos diminutos perros hubieran tenido un papel tan decisivo en la conquista de los casquetes polares. Los esquimales los usaban hace ya 1.500 años, corriendo junto a ellos porque no sabían amaestrar perros guía, pero fueron los exploradores europeos -tramperos, cazadores, carteros- los que perfeccionaron su uso y lograron que el binomio hombre-perro doblegara a la naturaleza.

La temperatura había subido ya a 10 grados y nos deslizábamos con suavidad, oyendo tan solo el crujir de la nieve y el jadeo de los perros. Me rodeaba el paisaje más blanco e inmaculado que se pueda soñar. La vastedad de horizontes te hacía sentirte infinitesimal; el aire era tan puro y frío que raspaba al pasar por las fosas nasales. Viajábamos por la frontera entre el bosque boreal de coníferas y la tundra desnuda. De vez en cuando, la eternidad blanca se veía salpicada por bosquetes de píceas verdeoscuras, tan pegadas unas a otras que parecía que se protegieran a sí mismas del frío polar. Por las noches, las auroras boreales rasgaban el cielo con nebulosas blancas, verdes y moradas, como gigantescas cintas de colores que agitara la mano de un escolar. Durante días avanzamos sin descanso hacia el noroeste. El silencio y la soledad sobrecogían. Se veían huellas de caribús, alces y zorros blancos y alguna bandada de perdices árticas, gordas y blancas como un niño de primera comunión.

James, nuestro guía dene, procuraba hacer coincidir la noche con alguna cabaña de cazadores, siempre abiertas y con leña dispuestas para quien las necesitara. Si no había ninguna cerca, se montaba el campamento. Otra sorpresa para el novato: uno imagina que para acampar en un lugar donde la temperatura baja a 40 grados bajo cero por las noches llevaríamos la última novedad de tienda iglú isotérmica y megamoderna hecha con tejidos galácticos como para dormir en pijama en la cumbre del Everest. Pues no: los rudos hombres del Ártico usan tiendas de lona ¡sin suelo!; tiendas que armábamos con troncos de abeto previamente cortados a golpe de hacha. Luego con las ramas se tapizaba el suelo de la tienda y se colocaba en medio una estufa de leña, que se mantenía encendida toda la noche por riguroso turno de imaginarias.

Cuando por fin, instalados al calor del fuego, pensé que había llegado la hora de descansar, volví a ser víctima de mi ignorancia en temas árticos: era la hora de abrir un agujero en el hielo para sacar agua potable; desenganchar los perros y atarlos uno a uno a un trozo de hielo o a un árbol, arrancar ramas de pícea para hacerle una cama a cada uno y prepararles la comida (carne picada de pollo o castor y mucha agua), algo que los mushers cuidan con detalle. Cuando caí rendido entendí por qué se inventaron las motonieves. Son más ruidosas, sí. ¡Pero, pardiez, estos malditos perros requieren más atenciones que una amante!

Al cuarto día llegamos al lodge del lago Brachfort, donde hay instaladas media docena de confortables cabañas frecuentadas por pescadores. De las paredes colgaban carteles con instrucciones para evitar ataques de osos. Y en una puerta observé arañazos de lobos que acudieron el verano pasado al olor de la comida. Dos días después, la avioneta que nos traía suministros se posó sobre la resbaladiza superficie del Brachfort levantando remolinos de polvo blanco. Cargamos de nuevo los trineos y enfilamos el camino de vuelta. Por en medio restaban otras cuatro jornadas de desierto blanco. Y al final, la aburrida (pero anhelada) civilización; esa en la que aprietas un botón... y todo se hace solo.

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