En el espacio nadie oye tus gritos
Bajo la luna y las estrellas, en la noche inmensa que se desplegaba desde el exuberante firmamento de verano, me senté a pensar en mi obsesión con el espacio y en las dos grandes figuras de su conquista que me han atraído morbosamente desde niño: Yuri Gagarin y Wernher von Braun. De regreso de la costa, muy tarde, camino de la montaña, había detenido el coche en una cuneta solitaria y mientras esperaba a que E. Puig acabara de vomitar y se recuperara del mareo de las curvas y el efecto de los muchos gin-tonics, me sumergí, cara arriba, en mi vieja ensoñación de soyuzs, géminis y mercurys, de cohetes, satélites, cosmonauta y peligros - "en el espacio nadie puede oír tus gritos", como decía la publicidad de Alien-. Fueron los astros, el cielo pletórico de belleza y misterio, pero también tuvo la culpa el vértigo de mi amigo, que me hizo recordar la descompostura de Titov en su cápsula Vostok y más aún la de la perrita Laika en el Sputnik 2.
Von Braun fue, a diferencia de Gagarin, un oportunista, un arrogante y un tipo despreciable, aunque también era guapo (y tiraba la caña)
Laika, el primer ser vivo colocado en órbita, pionera de una infeliz serie de canes y monos astronautas, creyó probablemente (¡qué falsas pueden ser las esperanzas!) que su existencia cambiaría a mejor cuando la recogieron de una vida perra en las calles del Moscú de la posguerra, y es verdad que tuvo el honor de que le dedicaran un sello. Pero no pensaban devolverla a la Tierra tras su vuelo espacial y la nave estaba provista de un mecanismo para procurarle una muerte dulce.
Mi coche no dispone de ingenios semejantes así que ahí estábamos, esperando a que Puig completara su mal viaje por las vías tradicionales, mientras en la radio sonaba pertinentemente Fly me to the moon y a Frank Sinatra le hacían coro las arcadas. "Let me play among the stars...".
Uno de mis primeros recuerdos de infancia es el de estar encerrado en el cuartito del teléfono de casa, a oscuras, enfundado en mi traje de astronauta experimentando el doble horror del viaje al espacio: la agorafobia de la inmensidad ilimitada del universo y la claustrofobia de la estrecha nave y del propio traje, que me quedaba pequeño y cuya opresiva escafandra se me atascaba invariablemente en la cabeza, provocándome una espantosa sensación de angustia y asfixia. Era una indumentaria muy realista y costosa y la reoca en aquellos años de finales de los sesenta en que me regalaron el disfraz junto a un libro sobre la aventura de los cosmonautas rusos.
"Mi pequeño Gagarin", recuerdo que decía mi madre pasándome cariñosamente la mano por el casco con las grandes letras CCCP en rojo, en una caricia imposible que me hacía saltar las lágrimas de miedo a la separación sideral. A ella, a mamá, le oí pronunciar por primera vez ese nombre: Gagarin. Él también amaba mucho a su madre, Anna Timofeyena. "No lo volveré a hacer", le dijo para consolarla al regresar del espacio y encontrarse a la buena mujer hipando del susto. En poco más nos parecemos. Era valiente. Sentía pasión por volar. Fue un tipo bastante decente -a diferencia de Von Braun-, y un héroe. Uno de los que nos gustan, de los que caen- cómo cayó Gagarin, desde las estrellas- pero en última instancia se alzan de nuevo esplendorosos sobre su fragilidad y sus faltas, para iluminarnos con un destello de esperanza.
Yuri Alexéievich Gagarin fue el primero allá arriba. Vio el planeta como una maravillosa esfera azul de rotunda hermosura reflejándose en sus luminosos ojos del mismo color. Alcanzó la belleza suma y la felicidad durante 108 peligrosos minutos. Valió la pena.
Nada hacía prever el destino de Gagarin. Nacido en 1934 en un pueblo campesino de la región de Smolensk, su padre quería que fuera carpintero como él. Vivió a fondo la ocupación nazi y sus horrores. Un soldado alemán colgó a su hermano pequeño de un árbol, aunque pudieron bajarlo a tiempo antes de que se ahorcara del todo. Durante la guerra se enamoró de los aviones, tras ver un caza Yak averiado, y logró, a base de determinación, alzarse de sus orígenes y convertirse en piloto.
Era robusto y atlético -rasca al ruso y encontrarás un gimnasta-, de bonitos ojos y encantadora sonrisa, pero bajito, así que volaba en los reactores Mig 15 con un cojín bajo el asiento. Lo reclutaron para el secreto programa espacial y consiguió que lo eligieran para el primer vuelo. Tras pasar las mil y una sevicias centrífugas del entrenamiento, Gagarin, el elegido para la gloria soviética, subió al cohete sin pizca de miedo, y, tras la orden "¡ignición!" -los rusos no hacen cuenta atrás-, despegó del cosmódromo de Baikonur. Era el 12 de abril de 1961 y el mundo ya no volvería a ser el mismo. Ni Gagarin.
No estaba preparado para la que se le venía encima: de ser un tipo anónimo a convertirse en icono planetario. Su regreso, cayendo como una ardiente lágrima de san Lorenzo sobre la estepa -al final se eyectó de la chamuscada cápsula-, fue todo un símbolo de la desazón que le aguardaba en la Tierra al primer hijo de las estrellas.
En la reveladora biografía Starman (Bloomsbury, 2011), Jamie Doran y Piers Bizony explican cómo Yura, como se le conocía familiarmente, se vio sobrepasado por la fama, a pesar de su exitoso candor a lo míster Chance. Caído del cielo trató de auparse con Stolichnaya y otro tipo de aventuras más terrestres. De vacaciones en una dacha en Foros saltó desde la terraza de la habitación de una chica cuando su mujer, Valya, irrumpió en la pieza pillándole con las manos en la masa. Tuvo una mala caída -él, que había salido indemne al precipitarse del firmamento- y se causó serios daños en el rostro y la reputación. La sustitución de Jruschev, que era su gran valedor, por Brezhnev, le supuso quedar arrinconado. Y él quería seguir volando y volver al espacio. Se empeñó en ello y durante un vuelo con instructor en un Mig-15 UTI se mató al estrellarse el aparato: su tercera y definitiva caída. Se cree que chocaron con un globo meteorológico o que su avión fue desestabilizado por el paso de un reactor supersónico secreto SU-11.
Anna Timofeyena Gagarina sorprendió a todos exigiendo que le abrieran el ataúd de su hijo en el funeral de Estado. Dentro había una bolsa de plástico con los fragmentos del desperdigado cosmonauta. Solo la nariz estaba en su lugar. Pienso en esa escena y en mi madre tratando de levantarme la visera del casco para salvarme de esta soledad estelar que no me abandona, y me saltan absurdamente las lágrimas.
El morbo que me produce Von Braun es más insano: combina el espacio con los nazis. El alemán fue, a diferencia de Gagarin, un oportunista, un arrogante y un tipo despreciable, aunque también era guapo -y tiraba la caña-. Peter Sellers lo caricaturizó en su doctor Strangelove de la película de Kubrick. Su mejor biógrafo, Michael J. Neufeld, lo retrata en su monumental Von Braun (Knopf, 2007), como un Fausto espacial que no dudó en vender su alma a Hitler para materializar su inveterado anhelo de cohetes. Es otra forma de caer.
El señorito de Peenemünde, el Raketenbaron, pretendió salir de rositas de su relación con los nazis -alcanzó el rango de mayor en las SS, aunque una mano amiga hizo desaparecer casi todas sus fotos en negro uniforme-, y lo logró gracias a la guerra fría y el hambre de misiles de EE UU. Encandiló a toda la nación, incluidos Kennedy y Walt Disney, y es cierto que los llevó con Apolo a la Luna, sí, pero por el lado oscuro, pavimentado con los huesos de los trabajadores esclavos de Mittelbau-Dora que fueron sacrificados a millares, con pleno conocimiento del cohetero, para construir las pioneras V-2 del III Reich en túneles dantescos... Von Braun, el hombre que apuntaba a las estrellas, pero a veces le daba a Londres.
Gagarin, el valiente piloto de la navecilla esférica, y Von Braun, el amoral ingeniero de los priápicos Júpiter y Saturno, encarnan dos caras del espacio. El terrible y atrayente territorio de la última frontera, donde se hacen realidad los más increíbles sueños y se materializan, en fulgurantes caídas, las peores de nuestras pesadillas. "Fly me to the moon...".
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