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ALEBRIJES /2.
Columna
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El 'Zapaterdiola lepidoptera'

Tan bello como leve, embelesa por su vuelo armonioso, que le ha servido, además, para ganar Copas de Europa y

José María Izquierdo

Lo primero es la belleza. La sinfonía, el concierto, la eufonía de colores que resulta del azaroso cruce de melaninas y pterinas es, sencillamente, abrumadoramente hermoso. De las melaninas nos llegan los colores negros y grises y la mayoría de los tostados, marrones, pardo-rojizos y amarillentos, mientras las pterinas son las culpables de esos rojos brillantes, naranjas o amarillos, e incluso algunos tonos de blanco que nos apabullan con su absorbente presencia. Tanto nos fijamos en la belleza que se abre ante nuestros ojos, que a veces no nos hacemos las preguntas adecuadas en su presencia. Esto es. Sí, muy bonitas las alas, preciosos esos ocelos blancos, incluso esos iridiscentes metálicos, azules o granas, la Tierra es del viento, pero ¿para qué sirve tanto lucimiento? ¿Es útil para alguna causa? Deben, pues, los Zapaterdiola lepidoptera demostrar con hechos comprobables, tangibles, que tanto tornasol ha permitido ganar importantes triunfos deportivos, en algunos casos, o políticos -elecciones- en otros. Así que mientras duran los triunfos, obtenidos, además, a través de la belleza, se convierten en intocables. ¿Quién va a querer borrar con sus sucias manos algunos de los miles y miles de escamas que forman el color de las alas de los lepidópteros, si sirven para levantar grandes Copas de Europa o permiten ocupar La Moncloa?

La levedad viene a continuación. Contemplar ejemplares de esta especie proporciona algunas alteraciones al estado físico y mental del observador. Ver volar a un zapaterdiola causa una cierta paz de espíritu ante la liviandad de estos seres que asombran por su forma de balancearse en el aire, apenas batiendo unas alas delicadísimas que amenazan con romperse. Cuesta tocarlas, interrumpir su continua danza, rondós de luz y alegría. Su delicadeza puede confundir al espectador y hay quien dice, un punto groseramente: es un exceso, que deben mear colonia. Por eso hay quien se queja de empalago, como si estuvieran hablando de esos bollos de pasta con mucho azúcar, rellenos de mermeladas con mucho azúcar y rebozados en mucho azúcar. Una barbaridad de azúcar. Que a veces, tras tanto edulcorante, apetece una torta ácima: dos pases y trallazo. A por otra. Y menos serpenteos y menos mariposeos.

Pero es esa cualidad, la levedad, la que también lleva aparejada en algunas ocasiones el amaneramiento de su condición, que no es sino la trivialidad, la frivolidad o la inconsistencia. Leve se llama también a quien nada de peso soporta, a quien nada de sustancia lleva en su interior. Leve es sutil y tenue, pero también fútil o nimio. Y por ello los zapaterdiolas declinan a veces en poquita cosa, nada con sifón, que dicen, cuando el viento en contra sopla con la fuerza de la tramontana. Entonces algunos de ellos pierden ese embrujo especial con el que deslumbraron al inicio del vuelo, y se quedan en apenas incorpóreo villano, de aquí para allá en loca carrera arrastrada por ventiscas o vendavales. Olvidan energías con las que lucieron modos y maneras de agitar -y sorprender gratamente- a los aficionados a verles evolucionar. ¿Qué hacer entonces contra esos agentes externos tan destructivos?, se preguntan. Son ellos los culpables, los que tanto empujan, los que tanto exigen. Y es verdad, pero sería toda la verdad si el zapaterdiola no hubiera estado ensimismado en sus ricos colores, en sus graciosas piruetas, y hubiera olido el ambiente, juzgado las señales en derecho y, en consecuencia, enfrentar la realidad desde la realidad. Y decir: esto que viene no es un suave céfiro, que es un violentísimo huracán.

Pero si se repasa la abundante literatura científica acerca de los Zapaterdiola lepidoptera, es fácil comprobar cuál ha sido la forma de actuar con la que han obtenido mejor resultado. Podemos remontarnos a millones de años e indagar en distintas civilizaciones, pero quizá podemos centrarnos en la última década, que para qué irnos a tanta distancia. Así que si los contrarios venían con hacha y horca a quebrarles las finas alas, los zapaterdiolas más despejados hacían lo evidente: sobrevolar, bajar, subir, girar y volver loco al energúmeno, que para ello son extraordinarios pilotos. Y utilizar todos los trucos de su especie. Que si vuelo por aquí, que si parece que voy pero vengo. Esto es, ser más zapaterdiola que nunca. Ser fieles a un estilo, que además, según parece, la táctica les trae diversión: "Disfrutemos, que esto no durará siempre", parecen decir quienes muestran, coquetos, su rutilante aspecto a todo el que los quiera ver. Los que así triunfaban dejaron el hacha para los otros y no les costó nada engatusarles con el arrumaco: vosotros sois los putos amos, se leía en el armonioso movimiento de sus membranas. Pero ellos, ternes, les ganaban, que los zapaterdiolas triunfadores siempre van a lo suyo: pin, pan, pin, pan, pin, pan. Y de pronto, bum.

La misma literatura científica ha demostrado, sin embargo, que cuanto más se alejan algunos individuos de las virtudes de su taxón, peor lo llevan. De entre las más de 150.000 variedades de lepidoptera que existen en el planeta, hay algunas que han elegido métodos muy sofisticados de defensa. Incluso se travisten en seres repulsivos. O incluso venenosos, como la Zygaena trifolii. Poca cosa frente al potente enemigo, sean estos un vistoso pájaro, un inteligente autillo, un repulsivo sapo, un potente chotacabras, un desalmado Fondo Monetario o unos mercados desbocados. Así que de nada le servirá al zapaterdiola que actúe de esta forma camuflarse con los atributos de otra especie, tal que de neoliberal, por poner cualquier ejemplo, que siempre se le ven a nuestro ejemplar las alas con blancos ocelos por detrás del disfraz. Y buenos son los depredadores más arriba enumerados para dejarse engañar. ¿Quizá hubieran tenido mayor recorrido si insisten en el vuelo airoso, en el ejercicio de un determinado proceder que antes de la metamorfosis les sirvió para el triunfo? Imposible de saber. Pero voluntariosos antes que reflexivos, optimistas hasta el disparate, estos zapaterdiolas sacaron su espiritrompa, rozaron un pedrusco gigantesco recubierto de musgo y, ebrios de credulidad, agitaron pajareros sus alitas: "Hemos visto brotes verdes, hemos visto brotes verdes". Y se descalabraron.

Mientras, agazapados, con la mirada torva, los enemigos de las bellas mariposas que nos ocupan esperan su momento. No puede durar eternamente el tiqui-taca de su brillante aleteo, se consuelan mientras se comen las garras de pura envidia, y aguardan con la boca abierta a que caiga por imperativo de la gravedad el desayuno. Ya se cansarán de tanto ir y venir. Lo que ocurre es que no se cansan. Es más, hay científicos que aseguran que hacen un ruidito que suena, más o menos, así: "Ji, ji, ji, ji". Pero el final trágico no es del todo desconocido para la especie. En México, por ejemplo, gustan, y mucho, las larvas del agave, llamados Gusanos de Maguey, bien envueltos en hojas de mixiote, sazonados con epazote o salteados con mantequilla. También se degustan crisálidas en otros países tropicales. Y hacia el ara ceremonial, asumido el remate dramático, se encamina el otro zapaterdiola, el tornadizo, no sin antes batir las alitas cual héroe de folletín del siglo XIX: "Tomaré las decisiones aunque sean difíciles. Voy a seguir ese camino cueste lo que cueste y me cueste lo que me cueste". Así será si así os parece, dice el violento coleccionista. Con sumo cuidado, cogerá el ejemplar sacrificado, le estirará las alas, lo desecará, lo colocará en situación apropiada en la mesa y trabajo y procederá al último paso: pincharla en el cartón o tabla. Una bolita de naftalina, y listo. Pasa que conociendo a los entomólogos que antes hemos citado, es muy probable que sustituyan el alfiler por un cortafríos.

Nos olvidábamos. El ciclo vital de esta especie se desarrolla en cuatro etapas: huevo, oruga, crisálida y adulto. Está demostrado, y los científicos tienen registrado nombre, apellidos, procedencia y cargo, que algún cualificado ejemplar se quedó permanentemente en crisálida.

Pregúntenles a ellos. .

TOMÁS ONDARRA

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