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Mi primera vez | Ficciones

Aquel premio

Mi primer premio literario más o menos importante lo recibí mientras estaba en la cárcel. Corría el año 1995 y me encontraba en la prisión de Basauri, cumpliendo condena por insumiso. De pronto, miles de jóvenes decidimos no ir al servicio militar obligatorio. Fue un movimiento espontáneo y no partidista, muy parecido al 15-M. Recuerdo que los demás presos nos miraban con una mezcla de extrañeza y admiración. Les parecíamos jóvenes idealistas y medio locos. También mi abuelo pensaba así, no entendía por qué tenía que pasar 12 meses en la cárcel por no pasar un año en el servicio. "Si sales perdiendo", me decía. Había que entender su punto de vista. Para él, ir a la mili fue una especie de Grand Tour. Corrían los años veinte y aquella fue la primera vez que salió del pueblo. Como era marino, visitó los puertos de Inglaterra y de Francia.

Lo primero que nota uno al entrar en prisión es el olor. Huele a una mezcla de humedad y fregona vieja. Y ese olor lo acompaña siempre. Recuerdo que hice acopio de mucha literatura carcelaria durante mi estancia. Leí las cartas de la cárcel de Antonio Gramsci. En una de ellas le cuenta a su hijo que la cárcel no es algo tan malo, que es como un pequeño zoológico donde hay hasta cocodrilos. Naturalmente, Gramsci hablaba de las lagartijas. Leí asimismo la Balada de la prisión de Reading, de Oscar Wilde. Tenía razón Wilde en uno de sus versos, cuando anotaba que en la cárcel el cielo era un toldo azul de forma rectangular. Así se ve desde el patio. Lo mejor de la condena fueron, sin duda, las siestas y las horas de patio. Salíamos de la celda a las cinco de la tarde justo para recibir el correo. Había que tener mucho cuidado con mostrar en público las cartas de familiares y amigos. Enseñar una carta en la cárcel puede resultar más peligroso que ir mostrando dinero. Hay muchos presos que no reciben ninguna. Mejor no exhibirlas.

La noticia del premio me pilló por sorpresa. Ya casi había olvidado aquel trabajo de fin de carrera escrito a cuatro manos junto a un compañero de clase que presentamos unos meses antes a un premio de ensayo. Hubo bastante ruido mediático. Un insumiso premiado en la cárcel. Una mañana, el director del centro me llamó a su despacho. "Uribe", dijo con semblante serio, "lo de su premio me está dando muchos quebraderos de cabeza. Ir a la recepción del premio esposado y con escolta sería montar otro circo". Y tras unos segundos en silencio, me miró fijamente a los ojos y me preguntó: "Uribe, me da usted su palabra de que si le concedo un permiso de cuatro horas para ir a la ceremonia, ¿no se va a usted escapar?". Yo no sabía qué pensar. Me acordé otra vez de mi abuelo. Él decía que un hombre sin palabra no vale nada.

Es así como recibí mi primer premio literario más o menos importante. Acudí a la ceremonia de entrega solo y a las doce de la noche ya estaba de vuelta en la prisión. Esa vez, al menos, le hice caso a mi abuelo. Y es que un hombre sin palabra no vale nada.

TOMÁS ONDARRA

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