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Columna
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Nadie está a salvo

Un noruego medio chalado hace explosionar varias bombas en Oslo, se disfraza de policía y toma el ferry hacia una pequeña isla donde asegura a los jóvenes que allí se encuentran en una especie de fiesta política que se acerquen y les explicará lo que ha ocurrido en Oslo y de pronto se pone a disparar y termina con la vida de un centenar de personas, mientras que en Estados Unidos otro tipo celebra un cumpleaños a su manera, disparando sobre los invitados y matando a una decena de ellos. Se dirá que siempre han ocurrido esta clase de atrocidades, pero el asunto es que da la impresión de que cada vez suceden más a menudo, y también más inexplicables en relación con la paz que reina en las zonas donde tienen lugar. Porque no estamos hablando de revueltas armadas, como las que sacuden al Magreb, o tal vez sí, pero de carácter individual: alguien se harta de todo y monta una buena, a fin de que se entere todo el mundo de una vez de cómo se las gasta si así le da la gana.

En otra escala y en circunstancias muy distintas, las salvajadas se reiteran en no importa qué clase de actividad. El señor Murdoch, propietario de varias cadenas periodísticas y de un montón de cosas más, se muestra ajeno a toda ética al estafar a sus lectores, comprar policías a su servicio y destrozar la vida de unas cuantas personas, en un cambalache de gabelas y ofertas que no se pueden rechazar, en un asunto en el que conviene recalcar que no es bastante con la dimisión o encarcelamiento de los culpables, una vez descubiertos: es necesario tomar las medidas precisas para que ese tipo de asuntos no se vuelvan a repetir jamás. ¿O es que un turbio tinglado como ese se puede mantener en secreto dado el número de las personas implicadas o perjudicadas? Los que sabían, o sospechaban, y se callaron son tan culpables como los que hacían su negocio a expensas de la infelicidad ajena, por donde se demuestra que callar a tiempo no siempre consigue ocultar de manera segura y permanente la verdad de lo ocurrido.

Y en otra escala todavía, en las desventuras de Francisco Camps lo que sorprende no es que por su mala cabeza se haya visto al fin perdido, debido a un choriceo al cabo sin mucha importancia de no ser por la certidumbre de que alumbra trapicheos de mayor enjundia, sino la presunta ingenuidad del coro de notables que le aseguraron que adelante, que aquí no pasaba nada, que nunca se sabría nada porque nada había que saber ni que ocultar, suministrándole ese ánimo más ilusorio que ilusionado y que habría de terminar con su carrera. Menudos compañeros eligió el señor Camps para que le salvaran de la quema. Porque una de dos: o le creían totalmente estúpido o lo marearon sin misericordia hasta el final. Hasta el suyo, claro, porque los que le despeñaron con sus impagables consejos siguen, por ahora, en sus puestos. Como los fontaneros de guardia que resuelven los atascos de las tuberías a martillazos.

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