La cabeza de Goya
Siendo niño me horrorizó el robo de la cabeza de Goya. En la ermita de San Antonio, bajo los frescos del artista, me fijaba en la tumba donde yace el cuerpo mutilado. Mi concepción del mundo dependía entonces de una visión infantil de la globalidad, alimentada por el miedo a la castración. Mi comprensión de la historia también se confundía con las ilustraciones de los manuales escolares. Unas cuantas décadas después, sigo horrorizado por tal mutilación disparatada cuando me parece evidente que la historia es algo distinto de la puesta en escena de la perfección.
El Museo del Louvre ha adquirido cuatro cobres de los Disparates de Goya que el azar -¿o el destino? da lo mismo...- había afincado en París en el año 1870. Cabe decir que la historia de las obras maestras también modela la historia, estructura lo real de los museos y señala al inconsciente del público el mito de la legitimidad de las colecciones. He podido leer comentarios que me prestan la fea intención de herir al patrimonio nacional. ¡No tiene sentido! Según mi punto de vista, y no pretendo detener la verdad, estos cuatro Disparates señalan al público que su alejamiento del corpus goyesco conservado en Calcografía Nacional tiene 141 años de antigüedad, y recuerdan sobre todo que no hubiera nacido jamás la modernidad artística en París sin la profunda huella dejada por el Aragonés. Tal fue la argumentación de la adquisición.
Aceptándola, el Louvre no ha hecho más historia, ni deseado mutilar a nadie: ató a sus colecciones unas obras que la historia -sea cual sea- había sembrado en París. Hay argumentos en contra. Los oí. ¡Queda por abrir el debate para domar al horror infantil.
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