El cuento de las corbatas
Una vez había un ministro reincidente que apareció el otro día en el Congreso sin corbata. Entonces el presidente Bono se cabreó, increpó al rebelde y sacó a relucir argumentos no ausentes de demagogia: si los ujieres llevan siempre ese complemento, los diputados deben seguir su ejemplo. El referido ministro desoyó los consejos de Bono y aseguró que no se pondría corbata ni aunque se lo ordenara "el emperador de Japón". O sea, que ya tenemos organizada la guerra de las corbatas. Vaya usted a saber en qué termina todo esto que empezó por una simple tira de tela haciendo un nudo en la garganta.
Parece ser que no existe norma alguna que obligue a los parlamentarios a presentarse encorbatados. Todo es cuestión de costumbre, de igual modo que ocurre en otros eventos sociales. Hace exactamente 48 años, en el cine Cristal, en Cuatro Caminos, obligaban a los niños a llevar corbata para entrar al local. No es broma. Pero los tiempos cambian.
En los bares se escuchan comentarios para todos los gustos acerca de la dichosa prenda omitida por el ministro. Hay gente que llega a conclusiones esperpénticas: sus señorías deben llevar siempre corbata; y las diputadas, peineta y mantilla. Algunos llegan más lejos: el presidente del Congreso debería aparecer siempre con un pelucón similar al inefable y moderno que llevan los magistrados ingleses. Y además, añaden, todos los ministros, al prometer su cargo, deberían jurar por su honor ir con corbata a la Carrera de San Jerónimo, o, en su defecto, con pajarita o lazo decimonónico.
La corbata, que tiene beligerantes enemigos en todo el mundo, sigue ahí tan chula y obligatoria para los trabajadores de muchas empresas que la lucen con desdén y con nudos que atentan contra la elegancia y las buenas costumbres. ¿Cuánto tardará Bono en imponer una ley al respecto?
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