El atleta de la lectura
Hay que estar alerta porque en casa de Jorge Herralde (Barcelona, 1935) los libros y los manuscritos se agazapan. La sobriedad blanca de paredes y sofás y el parqué claro ayudan al camuflaje. Así, uno se despista, si deja caer el brazo pone la mano sobre unos de una mesilla baja pegada al sofá; o casi los pisa si sube las escaleras pegado a la pared. Esos huyen de los pisos de arriba. Quizá de la segunda planta, donde el editor conserva un ejemplar de buena parte de los 3.000 títulos de su Anagrama, amarillos y grises, ordenados. Una caja de cartón fracasa en retener catálogos de editoriales infinitas y revistas atrasadas. "Debo estar suscrito a una veintena, sobre todo extranjeras", se sorprende, como si lo cuantificara por vez primera. En su despacho del primer piso, las estanterías rebosan hasta el techo. "Hay zonas ordenadas y zonas selváticas", avisa. Entre las primeras, nutridos anaqueles sobre la beat generation; otros dos sobre la Internacional Situacionista ("me gusta su radicalidad y la escritura de Guy Debord, cortante como los grandes moralistas") y "un área profesional", cargada de biografías y memorias de colegas: Gallimard, Schiffrin... El área literaria, en principio ordenada alfabéticamente, está salpicada de fotos históricas y primeras ediciones de la Biblioteca Breve de Seix Barral, "compradas cuando se publicaron", aclara. Libros en inglés, francés, italiano, castellano y catalán, los Homenots de Josep Pla bajo el sello de Selecta ("los releo a menudo")... Empieza la selva. "Se los ordeno, pero no los devuelve nunca a su sitio", constata su esposa y exlibrera, Lali Gubern, con tono de causa perdida.
No hay ordenador. Y, en realidad, ahí tampoco lee. Lo hace en el salón-comedor de abajo. En un rincón del tresillo o estirado en el dos plazas. En ese escenario devora el 90% de los manuscritos, mayormente los fines de semana, de un tirón: no se detiene ni para comer, "solo un poco de fruta, como si fuera un atleta". Si es un libro, una pequeña doblez en las puntas marca una página interesante; una línea de lápiz imperceptible en el lateral, un párrafo necesario; un post-it amarillo, algo vital. No hay más códigos; tampoco papeles o fotos en los interiores. Ni un libro de bibliófilo: "Me gustan como objeto, no como fetiche; solo me faltaría eso". El acuerdo con Feltrinelli no ha cambiado nada; "Aún leo más porque desde septiembre contraté un gerente", dice quien aún recuerda sus gustos omnívoros de juventud, del DDT a Kafka y Faulkner, pasión que ni fútbol, ni tenis, ni montar a caballo pudieron suplantar. En el sillón junto a la puerta, otro manuscrito con plumas de post-it. "Este ya está en la pista de despegue hacia la editorial". Así lee Anagrama.
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