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Columna
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Las cosas de la política

Josep Ramoneda

Días atrás asistí, por casualidad, a una conversación entre dos políticos de partidos distintos. En tiempos recientes, uno de ellos había atacado al otro despiadadamente. "Si en algo te ofendimos, de verdad que lo siento, porque nosotros siempre te hemos tenido en muy alta consideración, pero ya sabes, son cosas de la política". Las ofensas no eran menores, mediaban acusaciones completamente infundadas de delitos e irregularidades graves. Pero son cosas de la política. Ahora que la política parece haber tocado fondo a los ojos de los ciudadanos y que tanto se habla de la necesidad de regenerar y recuperar la política, habría que empezar por desterrar la gran coartada: "son cosas de la política".

La política descarrila cuando lo que vale para descalificar al adversario es una injuria si cae sobre nosotros

Sabemos perfectamente que la política es la lucha por el poder político y que, en estos combates, solo se conoce el interés propio frente al interés del otro. Pero la democracia tiene entre sus tareas la de poner límites a los abusos de poder. La excusa "son cosas de la política" es una puerta abierta a los excesos. ¿Qué significa esta expresión? Sencillamente, la suspensión en el campo de la política, de los criterios morales y de los criterios de verdad que rezan en cualquier orden de la vida. La mentira, la calumnia o la injuria, que son figuras que forman parte de lo socialmente inaceptable, adquieren por esta vía -"cosas de la política"- carta de naturaleza en la vida democrática. El que las practica no solo lo hace sin ningún escrúpulo personal, porque da por supuesta la suspensión de la moral, sino que habla con absoluto desprecio por la verdad porque de lo que se trata no es de hacer un juicio justo sino de demoler al adversario. La inmunidad parlamentaria tiene razón de ser para garantizar una libertad de expresión sin cortapisas, imprescindible para el buen funcionamiento de la democracia, pero si se interpreta frívolamente genera efectos lamentables.

El problema principal de una democracia basada en la impunidad del "son cosas de la política" es que debilita la función deliberativa. El objeto de los debates no es la verdad ni la confrontación de las ideas para mejorar la toma de decisiones, sino que es simplemente la desfiguración del adversario. En realidad, se nos está pidiendo a los ciudadanos que aceptemos que la democracia parlamentaria es un espectáculo teatral en que Gobierno y oposición se pelean, como forma de sublimar la tensión de la conflictividad social, sin pretensión alguna de hacer un diálogo constructivo. Y desde luego mucho menos de confrontar ideas y buscar acuerdos en el diagnóstico de los problemas para mejor orientar las decisiones. Si ha de ser así, sería exigible que el espectáculo fuera de mejor calidad. Si de verdad se quiere reformar la política empecemos por reflexionar sobre esta cuestión: ¿es realmente posible acabar con la coartada "son cosas de la política"? ¿Se puede aspirar a un debate político en que cada cual defienda sus posiciones con tanta firmeza como sea necesario pero sin sobrepasar nunca el respeto al adversario? Para ello se necesitan ideas y coherencia. Porque el tren de la política empieza a descarrillar en el momento en que lo que vale para descalificar al adversario es una injuria cuando cae sobre nosotros; lo que es intolerable cuando lo hace al adversario merece la presunción de inocencia cuando lo hacemos nosotros -la primera persona del plural es norma en política para subrayar siempre la confrontación con los otros. Comisiones de investigación que nunca llegan a la verdad porque pretenden establecerla por mayoría; debates que nada aclaran porque los hechos no cuentan para nada; acusaciones graves sin fundamento; descalificaciones que se sabe que son objetivamente falsas, y la desmoralizante sensación de que de nada sirve tener razón: es el resultado de "las cosas de la política".

Pero hay más: la coartada "son cosas de la política" debilita a los propios responsables políticos porque quiebra la confianza. Se da por supuesto que cualquier mensaje político está adulterado por el interés propio y el prejuicio contra el adversario. ¿Y el interés general dónde queda? En la medida en que las diferencias políticas son menores y que las alternativas políticas se desdibujan, en unas democracias en que todos pugnan por el centro, olvidando a menudo que el centro es la fruta que madura cuando has hecho el pleno de los tuyos, la agresividad fatua aumenta. Con lo que el espectáculo se hace más incomprensible todavía. Por qué se pelean tanto, dice la gente, si al final hacen casi lo mismo.

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