Unos pantalones bombachos y una bicicleta
De noche la banda de música tocaba pasodobles en la plaza. Cuando llegaba el solo de bombardino el público callaba y en el silencio absoluto desde el fondo de los naranjos se oía el canto del cuclillo con una cadencia medida, como si marcara el compás. En las noches del verano de 1947, el alma de cuantos habitaban el paraíso terrenal era de dos clases: la de los pobres se alimentaba de habas cocidas y altramuces; la de los ricos, de horchata o de leche merengada, mientras la banda de música tocaba España cañí bajo bombillas de 50 vatios y un hambre canina.
No existe un paraíso sin un árbol prohibido, sin una vigilancia estricta de los placeres, sin la amenaza de expulsión. El auténtico paraíso siempre es el que se ha perdido, como el de Milton, pero en el verano de 1947 el mío se hallaba en aquel pueblo del Mediterráneo. La Vilavella tenía las paredes encaladas, geranios en las ventanas y algún jilguero o un verderol dando vueltas neuróticas en la jaula colgada en la jamba pintada de azulete de alguna casa. En verano el sonsonete de la tabla de multiplicar ya no salía por los ventanales de la escuela; había sido sustituido por los gritos de los niños que jugaban en la plaza, pero seguían sonando las herramientas agrícolas, los rebuznos de asnos que se oían de lejos como las trompetas de Jericó, el yunque del herrero, el flautín del afilador. Las radios echaban a la calle boleros de Machín y de Jorge Sepúlveda en discos dedicados. Al final de la tarde volvían del campo los carros de labranza con perros jadeantes y el aire olía a paja quemada, a calabaza al horno y ese era también su color.
En la playa de Moncofa algunas adolescentes se bañaban en camisón, cuya tela blanca se les pegaba al cuerpo al salir del agua
Lo sustancial parecía ser el silencio de la naturaleza, pero dentro de ese silencio estaba también el de la gente que había perdido la guerra y no podía hablar. A medida que salían de la cárcel o del campo de concentración los del bando perdedor formaban corro aparte en el bar Nacional. Eran los que habían sido expulsados del paraíso, los que no iban a la iglesia, los que no se arrodillaban al paso del viático y no se persignaban cuando las campanas indicaban el momento en que en misa estaban alzando a Dios. Al paraíso llegaba todos los días una cuerda de mendigos lisiados a pedir un mendrugo de pan a casa de los ricos. Unos venían apaleados por la existencia desde el fondo de la historia; en cambio, otros exhibían una rebeldía natural, a quienes la derrota no les había quitado el orgullo. Se decía que alguno de ellos pertenecía al maquis de la Pastora, un hermafrodita que dominaba Els Ports de Morella, de otro que era espía de la Fiscalía de Tasas contra el estraperlo o de otro que venía huyendo de un amor contrariado. Recuerdo perfectamente el porte elegante, rostro adusto de uno de ellos, al que mataron un domingo de agosto.
En verano de 1947 se produjo en mi vida un gran suceso. Por primera vez fui al mar en mi bicicleta Orbea, cuando apenas alcanzaba los pedales. Aquel domingo de julio atravesé la carretera de Nules sombreada por un túnel de plátanos en cuyos troncos encalados estaban estampilladas las siluetas de Franco con el yugo y las flechas. En el trayecto de seis kilómetros hasta Moncofa me iba recibiendo el aire con todos los aromas de la naturaleza, en estado puro, el hedor dulzón del estiércol de un plantel de boniatos, el vaho a limón podrido de una acequia de agua dormida, el resplandor caliente de un rastrojo de trigo, las boñigas todavía humeantes que había dejado una caballería en el camino real, el olor húmedo y acre de la paja de arroz. Al llegar a las primeras dunas, un ala de brisa llena de sal se me coló por el cuello sudado de la camisa y me infló la camisa con una sensación agradable de libertad. En la playa de Moncofa algunas adolescentes se bañaban en camisón, cuya tela blanca se les pegaba al cuerpo al salir del agua. Algunos chicos miraban el triángulo oscuro que se les formaba en el pubis y luego entre ellos hablaban en voz baja y se reían. Los labradores refrescaban a sus caballos dentro del mar y otros comían sandías a la sombra de las barcas varadas.
Fue aquel verano en que me rompí el brazo al caer de la bicicleta y en que estrené pantalones bombachos. La modista cuyos senos hacía palpitar a dos dedos de mi nariz durante la prueba me pinchaba adrede con las agujas como si yo fuera un san Sebastián asaetado, porque eso tal vez le excitaba. En la calle había un desfile con tambores y trompetas, una gente enardecida gritaba "Franco sí, comunismo no". Por ese tiempo comenzó a cundir el rumor que en el pueblo de Cuevas de Vinromá la Virgen se aparecía a una niña llamada Raquel y que hacía milagros. Un domingo de aquel verano de 1947, mientras en misa mayor alzaban a Dios, se oyeron tiros en el monte y en la refriega cayó muerto uno de aquellos mendigos que era un maqui, según decían. Fue aquel verano en que el toro Islero también mató a Manolete y yo leí El Corsario Negro, de Salgari.
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