De los trapos sucios
El protagonista-narrador de Los Trapos Sucios (Etxeko Hautsa), la reciente novela de Anjel Lertxundi, Jorge/Gorka -según para quién- Martiarena se recuerda de niño dando por buenas las explicaciones de sus mayores: la existencia de los reyes magos, el cielo como destino de los ausentes, el cuidado del ángel de la guarda. Y no puede más que añorar esa credulidad perdida: el cielo, nos dice, no es lo mismo para un niño que acaba de perder a su madre que para un meteorólogo. Andando el tiempo, ese niño ya crecido descubrirá de nuevo -a través de una carta de extorsión cursada para su padre- que la realidad tampoco es la misma para una víctima que para un espectador. "Y lo que son las cosas: la carta que te enviaron me ha hecho apartarme de la tibieza, dejar de comportarme como si no me importara lo que veía a mi alrededor", sostiene no sin asombro. "Mi verdad es el sufrimiento que te están causando", acierta a decir.
Ese reconocimiento del personaje que le hace mirar diferente a su derredor, me lleva a pensar en lo que ha hecho el terrorismo con la sociedad vasca. Por lo común, la Historia no llama a las puertas de nuestras casas, pero cuando le da por ahí, tira la puerta abajo y penetra hasta nuestras cocinas. El terrorismo ha tirado la puerta de los vascos entrando hasta sus cocinas, los ha individualizado -como cuando un terremoto derriba tu casa- al forzarles a significarse, a no poder vivir en un tibio anonimato sin culpa. Esa maldita 'ilusión de centralidad' es la que le lleva al protagonista a mostrarse quejoso por la imposibilidad, pese a residir en esos momentos en Barcelona, de romper amarras con su País Vasco natal, pues todo el mundo, en cuanto tiene noticia de su origen, le viene con la cantinela del terrorismo, cómo si el hecho de ser vasco le convirtiera en un oráculo responsable. Poco después, al protagonista se le mete en su cocina en forma de carta, y entonces caerá en la forzosa cuenta de que los trapos sucios ya no se lavan en casa. Y es que, querámoslo o no, el tapiz público está tejido con hilos privados.
La intrusión del terror en las escuelas, los bares, los mercados, las tiendas, las casas, las calles ha tenido por fuerza que ahormar los usos y costumbres de los vascos a la horma de la violencia. Su manera de decir, de pensar, de comportar, de relacionar, de amar, en suma, de vivir se ha visto, como digo, condicionada -"¿Es posible depositar en alguno de los cajones del olvido la imagen de un asesinato, como quien olvida un libro en la redecilla del tren?", se pregunta la protagonista de otra novela de Lertxundi-. No sabemos cómo sería hoy el País Vasco si no hubiera padecido de terrorismo. Quizá sería la misma diferencia que la que existe entre el cielo del niño que acaba de perder a su madre y el del meteorólogo. El imperdonable delito de habernos hecho perder la inocencia en la redecilla de un tren.
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