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Columna
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Ingeniería social

Me contaba mi madre que, cuando era niña, en los primeros días de la guerra de 1936, después de que los militares golpistas hubieran dominado Granada, se esperaba una reacción de la gente del Albaicín. Mi madre vivía en la plaza de Bib-Rambla, sobre la mercería de su padre, un hombre de derechas, y había aprendido a ver a los del Albaicín como un peligro: bajaban de su barrio con pañuelos rojos al cuello, o eso me contaba mi madre, y gritando "UHP, UHP". A los pequeños comerciantes aquella Unión de Hermanos Proletarios les parecía pavorosa y los albaicineros contaban con una tradición rebelde que se remontaba a los tiempos de la Reconquista y de la expulsión de los moriscos, cuando el Albaicín empezó a convertirse en un secular gueto de gente de otra clase.

Ahora, unido a la Alhambra, forma parte del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco, museo vivo, residuo de una exótica Edad Media ideal. Es un emporio turístico, una ruina mora, romántica, aunque también puede ser mirado como un barrio en condiciones de ruina real, viejo, todavía sin cuartos de baño o con servicios comunes en algunas casas, sin alcantarillado suficiente. Es una contradicción: un espléndido espectáculo turístico y un mal sitio para vivir, con una arquitectura histórica hecha de materiales humildes, pobrísimos y degradados por el tiempo y el abandono. Parece imposible la reconstrucción de un barrio así, o la rehabilitación, por decirlo con el lenguaje penitenciario o terapéutico que gusta a los urbanistas. La Unesco lleva avisando de la posibilidad de retirarle el rango de Patrimonio de la Humanidad casi desde el mismo momento de habérselo concedido, en 1994.

El principal obstáculo para la transformación feliz es la realidad del barrio, sus vecinos de toda la vida, los seres humanos, que son siempre los que deslucen las zonas turísticas. Por eso las autoridades han anunciado alguna vez campañas pedagógicas para educar a los viejos habitantes del lugar, para regenerarlos como a los edificios viejos. La regeneración moral se consideraba, con ayuda de los fondos europeos, un complemento de la regeneración económica. Pero las casas no han detenido su decadencia ni los seres humanos han dejado de envejecer en estos años, y a los regeneradores se les ha llegado a percibir como una molestia, como una amenaza contra la vida de siempre. No se trata de una cuestión de gusto, sino de clase social, de trabajo y dinero, porque con los regeneradores han llegado nuevos vecinos que, atraídos por el esplendor histórico del barrio, por la sabiduría de la arquitectura y el urbanismo musulmán, compran cármenes y nuevas construcciones ocultas bajo las antiguas apariencias.

La regeneración no ha afectado a la mayoría de las 5.000 viviendas del Albaicín, que sigue sucio mientras se derrumba poco a poco. La revitalización (un término que sugiere las actividades con cadáveres del doctor Frankenstein) o regeneración total del barrio exigiría su desalojo y la construcción de un Albaicín nuevo y más ancho bajo la apariencia del antiguo hábitat medieval. Luego las casas las ocuparían otros vecinos, distintos de los hoy mayoritarios, otro tipo de vecinos, más estéticos, más merecedores de vivir en mansiones y apartamentos medievales del siglo XXI frente a la colina de la Alhambra. A falta de eso, se pide estos días vigilancia policial, más policías que actúen contra las costumbres antihigiénicas y contra los nuevos vicios de pintarrajear con aerosol monumentos y asaltar casas deshabitadas. El avance devastador del tiempo se encargará entretanto de ir hundiendo las viejas construcciones insalubres y de expulsar a sus viejos vecinos. Y, para conservar la antigua esencia, el Albaicín se transformará radicalmente en un barrio de clase media-alta, educado, tranquilo, natural y monumental. Lo antiguo es siempre más moderno que lo viejo.

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