La cosa, deseos y temores
Escribir una y otra vez sobre la Cosa vasca agota, aburre, frustra. Sobre todo si, como me decía un amigo, Tu as d'autres chats à fouetter, es decir, si "tienes otros gatos que azotar" según la curiosa expresión francesa, si tienes otras preocupaciones que atender, otras inquietudes que explorar más allá de las procelosas aguas de la política vasca. Y, sin embargo, ¿cómo callarse ante todo lo que está pasando?
Imagino en seguida la objeción de algunos lectores: ¿qué está pasando, pues? ¿Que por fin hay una oportunidad de paz para este pueblo? Todos conocemos a muchas personas de buena fe que piensan así. Los deseos son unos potentes anteojos: ¿cómo percibir la realidad sin ellos, cómo distinguir la realidad de los deseos? Ante esa gente, a algunos nos toca hacer a ratos de agoreros, de pelmas y aguafiestas. Ahora bien, también los temores son unos potentes anteojos: ¿cómo percibir la realidad sin ellos, cómo distinguir la realidad de los temores?
Muy bien, aceptemos que toda interpretación de la realidad (política o general) está mediada por las proyecciones de nuestras experiencias, de nuestras ideas, emociones e ilusiones. Eso no querría decir, sin embargo, que no existan unas interpretaciones más adecuadas y justas que otras, más fundadas y razonables.
Oigo a Arnaldo Otegi en el juicio por el caso Bateragune ufanándose de tener "una virtud: la honestidad revolucionaria" y de impulsar el alejamiento de la izquierda abertzale de la lucha armada: "ETA piensa que es posible la concentración de fuerzas soberanistas manteniendo la lucha armada, y nosotros, no". Se olvida, claro, del pequeño detalle de que ha sido la Ley de Partidos la que les ha obligado a elegir entre una opción u otra. Ningún reparo moral a la lucha armada, por supuesto, sólo un distanciamiento estratégico condicionado por las circunstancias. Y, sin embargo, en los próximos meses y tras su probable liberación, asistiremos a la nelsonmandelización propagandística de Otegi, de la misma manera que los que anteayer legitimaban la violencia ahora aparecerán como los garantes de la paz. Que una amplia ciudadanía -por agrio hastío o por dulce esperanza- compre esta mercancía, ¿no es de preocupar?
Creo que no son sólo mis anteojos los que me dictan este párrafo, sino que lo escribo a pesar de la conciencia de mis anteojos. Si abogamos por el ideal de la convivencia democrática y pacífica entre ciudadanos libres e iguales en derechos, no podemos permitirnos callar por agotamiento ni consentir por amor a la paz. Cimientos tan podridos nunca podrán ser una buena base para la convivencia, ni una buena base para la creación de ciudadanos conscientes y responsables. Las florituras tácticas o estratégicas son insuficientes, rastreras, sin alma: el ideal democrático es ético, o no es. ¿Por qué habríamos de exigir (de exigirnos) menos?
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