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Protestas contra el Pacto del Euro
Columna
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Indignados en zona gris

José María Ridao

Las manifestaciones de ayer contra el Pacto del Euro habrían sido un acto de protesta más si no fuera porque los convocantes, la plataforma Democracia Real Ya y otros grupos surgidos tras las elecciones del 22 de mayo, llevan varias semanas monopolizando gran parte del debate público en España. Bajo el eslogan de "no nos representan", legítimo si se refiere a los líderes y partidos políticos, pero inquietante si se dirige a las instituciones, los indignados han ido adoptando causas diversas a medida que pasaban los días, desde el boicot al desahucio judicial de viviendas hasta la acampada ante las puertas del Parlamento de Cataluña en protesta por los recortes presupuestarios que se proponía aprobar el Gobierno de Mas.

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Desde que los indignados aparecieron en escena, han sido numerosas las instancias que han intentado explicar el fenómeno, muchas veces proyectando sobre el movimiento un significado que, por lo demás, no resulta fácil extraer de la amalgama de sus reivindicaciones. Ideólogos, sociólogos, politólogos y especialistas en las más variadas disciplinas, además de los dirigentes políticos, han hecho decir a los manifestantes lo que, al parecer, estos no alcanzan a expresar por sí solos. Desde ámbitos conservadores, se ha querido ver en las protestas la estrategia de un ente difuso, la izquierda, que no se encuentra en los partidos ni se expresa abiertamente en los medios de comunicación, sino que forma parte de una especie de red clandestina desde la que se mueven no se sabe qué peones para conseguir cualquier cosa, empezando, según se dice, por el intento de deslegitimar por anticipado unas elecciones generales que con toda probabilidad ganará el Partido Popular.

Frente a estas elucubraciones, lo que ideólogos, sociólogos, politólogos y otros especialistas, además de los dirigentes políticos, no han buscado es describir las protestas con los términos que ofrece el Estado de derecho ni, por tanto, encontrar una respuesta dentro del sistema institucional, donde están previstos los derechos de reunión y manifestación que, a fin de cuentas, ejercen los indignados. A efectos del Estado de derecho y del sistema institucional, es indiferente que muchas de sus reivindicaciones traduzcan un sentimiento general acerca del mal uso que los dirigentes y partidos políticos hacen de las instituciones y que otras, por el contrario, sean inviables. Y es indiferente porque los indignados, como ciudadanos que son, están en su derecho de defender unas y otras dentro de los cauces legales.

Sucede, sin embargo, que la acampada de Sol y otras ciudades acabaron situadas en una zona gris de la legalidad durante la jornada de reflexión antes de las elecciones municipales. No solo a consecuencia de la deliberada desobediencia civil de los manifestantes, sino también de una resolución de la Junta Electoral Central que, ignorando la dificultad de disolver la multitud concentrada, no hubiera podido cumplirse sin provocar una alteración de la jornada electoral más grave que la que pretendía evitar. Hay quienes sostienen que ese riego debería haberse corrido fuera cual fuera su coste. Pero también es posible defender que la Junta, que no es un dispensador automático de resoluciones, debió adoptar otra decisión, fijando los límites necesarios para que la acampada no interfiriese en el desarrollo de las elecciones en lugar de ordenar disolverla. Ambas salidas eran posibles ateniéndose a la ley, como demuestra la existencia de precedentes anteriores, de forma que la opción por una u otra reclamaba una discusión política, no una argumentación académica. Todo esto es ya agua pasada, pero que, por desgracia, sigue moviendo molinos.

Los incidentes en el Parlamento de Cataluña han marcado un punto de inflexión, puesto que un grupo de exaltados acosó a unos diputados en los que tal vez ellos no se sientan representados, pero que, no obstante, representan la voluntad democráticamente expresada de miles de ciudadanos. Los convocantes de la acampada se han desmarcado de los incidentes. Es imposible entender qué gana el Estado de derecho y el sistema institucional desoyendo esa declaración, evitando al mismo tiempo dar explicaciones sobre quiénes eran esos exaltados y prefiriendo, en cambio, convertir el fenómeno de los indignados en una variante de la kale borroka y de la guerrilla urbana. Las especulaciones ideológicas, sociológicas, politológicas o de cualquier otra naturaleza sobre el significado de lo que está ocurriendo en las calles españolas pueden ser útiles en el ámbito del conocimiento; en el de la política democrática, es necesario que, cuanto antes, el fenómeno se describa en los términos del Estado de derecho para decidir una respuesta dentro del sistema institucional, y acabar con la zona gris en la que, unos por otros, todos han acabado por instalarlo.

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