Los que faltan al respeto
Manuel García-Pelayo, el ilustre constitucionalista que fue el primer presidente del Tribunal Constitucional, anunció su dimisión en enero de 1986, unos meses antes de finalizar su mandato, en julio de ese mismo año. "Puesto que en febrero ha de renovarse legalmente una buena parte del tribunal, me ha parecido lógico [adelantar su marcha] para que el conjunto de los magistrados elija a un presidente de su confianza". García-Pelayo abandonó no solo la presidencia sino también el cargo de magistrado y se reintegró a la docencia, en su cátedra de Caracas (Venezuela). El relevo, en la persona de Francisco Tomás y Valiente, se produjo sin traumas.
La dimisión no debería ser, pues, algo extraño a la historia del tribunal. Lo hizo, antes de cumplir su mandato, García-Pelayo y deberían haberlo hecho los cuatro magistrados, Emilia Casas, Guillermo Jiménez, Vicente Conde y Jorge Rodríguez Zapata, que lo superaron en nada menos que tres años, en 2010, sin animarse a forzar una crisis que hubiera obligado a los partidos políticos a negociar los cambios y, sobre todo, a retirar de la picota a una de las principales instituciones del Estado, cuyo prestigio estaba siendo seriamente comprometido.
El Tribunal Constitucional muestra, una vez más, su debilidad y vulnerabilidad en manos de grupos políticos
Hace mal el presidente Pascual Sala en no aceptar ahora la renuncia de otros tres magistrados que han visto también superado su mandato en más de seis meses. Su negativa no demuestra la fortaleza del tribunal, sino, una vez más, su debilidad y su vulnerabilidad en manos de grupos políticos que exigen a los jóvenes indignados respeto por el Parlamento como institución, pero que no muestran, ellos mismos, la menor consideración con otra organización del Estado igualmente fundamental.
En un momento en el que los ciudadanos no están sobrados de confianza en sus representantes, ni en sus instituciones, el papel de un Tribunal Constitucional, alejado de manipulaciones sectarias, debería ser esencial. Lamentablemente, los partidos y los parlamentarios parecen creer que mantener a esa institución en un ambiente podrido de chalaneo y confrontación, no tiene coste ni peligro. Y una vez más parecen dispuestos a "repartirse" el tribunal en un obsceno juego de tantos magistrados para ti, tantos para mí.
Evidentemente, un Tribunal Constitucional debe reflejar la orientación política de una sociedad, pero una cosa es que los magistrados mantengan legítimos puntos de vista conservadores o progresistas, y otra que el Parlamento les elija por "cupos" partidistas que llevan, en ocasiones, a designar para desempeñar esas importantísimas funciones a personas que no tienen ni el prestigio jurídico ni el buen crédito necesarios para ello. Y que no se nos diga a los ciudadanos que eso no ocurre, porque ha ocurrido ya, repetidamente, ante la boca callada de todos los parlamentarios a los que la Constitución encomienda la tarea. Más de un magistrado del Tribunal Constitucional ha sido considerado en privado por sus colegas como alguien desprovisto manifiestamente de los conocimientos exigibles, o un simple sirviente de la jerarquía de su partido.
Se abre ahora otra pequeña oportunidad para demostrar que los políticos son capaces de comprender el alcance de la crisis social que tienen delante. El Congreso debe proceder inmediatamente a la designación de cuatro nuevos integrantes del tribunal, que reemplacen a los tres cuyo mandato ha caducado, y a quien deba ocupar la plaza vacante por la defunción de Roberto García Calvo, ocurrida en mayo de 2008. Quienes le piden respeto a los ciudadanos para las instituciones deberían recapacitar sobre el respeto que demuestran por el TC y recordar que nunca fue más prestigioso que cuando se eligió a sus componentes en virtud de sus méritos. Consensuar, por si se ha olvidado el significado de la palabra, significa adoptar una decisión por común acuerdo entre dos o más partes, y no un miserable reparto de cuotas que permita la entrada en el tribunal de personas que nunca debieron ni asomarse a él.
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