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Columna
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Al borde del precipicio

La denuncia de la "amnistía fiscal" por valor de 200.000 millones de pesetas para "los amiguetes del PSOE" fue la forma en que se estrenó el PP cuando llegó al Gobierno de la nación tras las elecciones generales de 1996. Ni en el momento de hacer la denuncia ni posteriormente, cuando dispuso de la contabilidad nacional en su integridad para analizarla detenidamente, pudo demostrar el Gobierno popular que tal amnistía se había producido y la denuncia cayó en el olvido. Ya no se volvió a hablar de ella a lo largo de la legislatura.

En 1996, el PP esperó al menos a que se hubiera producido la investidura de José María Aznar como presidente del Gobierno y a que Rodrigo Rato hubiera sido designado ministro de Economía y Hacienda para formular la denuncia. En 2011 el PP parece que no puede esperar a la investidura de los presidentes de comunidades autónomas o de diputaciones provinciales o municipios en los que han ganado las elecciones el pasado 22-M, para empezar a denunciar las irregularidades de todo tipo que se han cometido por los Gobiernos socialistas en todos los sitios en que han gobernado. Tales denuncias han abierto los informativos de todos los medios de comunicación y doy, en consecuencia, por supuesto que son conocidas por los lectores.

Lo que todavía podía ser explicado por la escasísima experiencia de los dirigentes del PP en 1996 en la gestión del poder democrático en nuestro sistema político, ya que fue en 1995 cuando realmente empezaron a ocupar el poder de manera significativa en comunidades autónomas y municipios y en 1996 cuando accedieron por primera vez al Gobierno de la nación, tras cuatro legislaturas consecutivas de Gobierno socialista, ya no puede serlo hoy por tal circunstancia.

El PP no es solamente un partido de Gobierno, incluso cuando no está gobernando, lo mismo que le ocurre al PSOE, sino que es además un partido que ha ocupado el Gobierno de la nación durante dos legislaturas y viene ocupando el Gobierno de numerosas comunidades autónomas y de la mayor parte de las capitales de provincia desde hace más de quince años. La falta de experiencia en la gestión de los asuntos públicos ya no puede ser excusa. El PP no puede no saber que las dificultades por las que está pasando Castilla-La Mancha no son exclusivas de dicha comunidad autónoma, de la misma manera que no puede no saber que la deuda de Sevilla es mucho menor que la de Madrid o la de Málaga.

Y sobre todo no puede no saber que estamos, como país, en una situación muy difícil, en la que todo lo que se dice para arengar a sus hooligans acaba siendo oído en Bruselas, en Londres, en Nueva York y en todo el mundo y que no es el crédito de Castilla-La Mancha o Sevilla el que se ve afectado, sino el crédito del país y con él el de todas las empresas y el de todos los ciudadanos. Desgraciadamente, me temo que no vamos a tardar mucho en comprobarlo.

Tal vez los resultados de las elecciones en Portugal hayan confirmado al PP en que tenían razón en su estrategia de cuanto peor mejor y que, si el año pasado hubiera sido votado negativamente en el Congreso de lo Diputados el programa de reformas que presentó José Luis Rodríguez Zapatero, España habría sido intervenida, pero ya habrían ganado las elecciones y estarían en La Moncloa. Tal vez todavía no han perdido la esperanza de forzar, de la manera que sea, la disolución anticipada de Las Cortes y la convocatoria de elecciones. Tal vez la urgencia por ocupar el poder pese más que cualquier otra cosa en la estrategia del PP en este momento. En todo caso, lo que sí parece claro es que el coste para el país no parece importarle demasiado.

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