Pliegos de cordel
Podríamos dudar, en principio, si pintor de paleta de colores sombríos, pinturas negras del pasado inmediato; o si director de orquestina de titubeante batuta, que inicia, a la de tres, unas musiquillas de género popular, a la que es tan afín el autor de estas cuatro historias. Hay algo en este libro que las reúne de ronda de noche, de embozado vagabundear por las calles de Madrid, por cuatro épocas, esquinas, lienzos o teloncillos que se suceden. Suena música con aire zarzuelero, cantables ligeros, en la primera, años cuarenta y tantos, atroz posguerra, donde unos y otros, mezclados en las calles, en las escaleras de comunidad, se reconocen, vencidos y vencedores, unos callan, los otros alborotan. Una buena capa de pintura, que disimula acaso desconchones de otra década, y estamos, en la segunda, en los sesenta y tantos: las épocas en este libro son de goma elástica, e igual asoma Julián Grimau por una ventana trasera de la DGS que Sandie Shaw, descalza, por los televisores B/N, cuando Eurovisión. Hijos o nietos de los cuarenta y tantos acceden, en los sesenta y tantos, a otras costumbres, a otros porvenires: la universidad, la cultura, se nota en las conversaciones, en las ilusiones, y sueños. En la historia primera todo era gris, apenas unas notas de piano que huían por una ventana entreabierta; en esta otra, los cristales de las ventanas amenazan rotura por ese impulso juvenil, y se cuela la vida, otra, y todo se airea, o casi. La tercera historia es la de los ochenta y tantos, con sus miradas hacia atrás y hacia delante, ese tardofranquismo dinamitado aunque todo esté lleno de cascotes y los jóvenes, de la anterior, pasan de ser (per)seguidos a ser escoltados (algunos) por los mismos rufianes, que cumplían órdenes. La primera esquina es coral: espléndido ese Madrid de millón de cadáveres y una mujer con alcuza: todos topos de su (mala) suerte. Varias y muy distintas las voces de la segunda esquina, aunque el lienzo esté ordenado por esa mirada de la chica universitaria. En la tercera esquina, la voz es una, indignada y perpleja, la de un esbirro del poder que se adapta a lo nuevo. La última esquina -inicio de este siglo- es melancólica, el telón no es de colores sombríos, lo sombrío lo da el ver cómo se va la vida, la de estos viejos músicos, que tienen que enterrar a uno de ellos, de cierta celebridad. Se echa el telón definitivo. Longares ha compuesto un lo que sea que arranca en posguerra y rebasa el siglo XX y lo hace con sabiduría de ciego de feria que va con sus pliegos de cordel, y a cada época, a cada momento más o menos sombrío, un estilo, un lenguaje, una mirada. Y además, cierta melancolía, humor y suave ironía. Cuatro historias, pues, cada una con sus claroscuros y su elenco dispar, pero en todas permanece en pie un mismo Madrid de tiovivo, que gira y gira, una misma atmósfera, y en el bulla-bulla el pasar de las gentes, que no protagonizan nada, a lo más -advierte el autor- son el pretexto para que cada una de esas épocas se pronuncie. Y las cuatro, leídas de tirón, acaban consiguiendo lo que buscaba el autor con estos pliegos de cordel. El aplauso del respetable, que obtiene como es de justicia.
Las cuatro esquinas
Manuel Longares
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores
Barcelona, 2011. 147 páginas. 16,90 euros
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