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Columna
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El campamento no se levanta

Afortunadamente no tenemos en Madrid policía autonómica, pero la satisfacción por carecer de ella no supone que se niegue eficacia y cordura en términos generales a los guardias regionales, sino que, a la vista del uso que algunas autoridades pueden hacer de su violencia desproporcionada, mejor nos ahorramos el gasto. Claro que como el pacifismo y la sensatez de los acampados han llevado a algunos partidos a una cierta condescendencia irónica hacia los sublevados, es de temer que ellos mismo den pie a otras formas de tomar la calle.

En Madrid, gracias a que su Gobierno no posee guardias ni porras, ni tiene competencias para dirigir a los gendarmes, nos hemos ahorrado heridos en la Puerta del Sol. Pero si por la presidenta y los suyos hubiera sido, de acuerdo con el deseo que han manifestado con una voluntad autoritaria muy contundente, se habrían repartido ya mandobles a diestro y siniestro contra los acampados del 15-M con resultados de parecido éxito al de Barcelona. La chistosa presidenta madrileña ha pasado de la divertida sugerencia de que acamparan en la calle de Ferraz, cuando pensaba que esta pacífica sublevación iba a ser flor de un día, a exigir a Interior que elimine ahora a los acampados a la fuerza. Sin embargo, el respeto reinante en los parlamentos improvisados de las calles del 15-M es admirable. En ellos se está ejerciendo en cierta manera la pedagogía que tantas veces hemos pedido a los partidos políticos.

Los antisistema ahora son ciudadanos, jóvenes o no, que quieren cambios en las reglas de juego

Y ahí siguen: han venido para quedarse. Y no porque los campamentos no vayan a tener fin, aunque la violencia policial haya animado mucho su existencia, sino porque los acampados no se han reunido solo para acampar. Es decir, que sus objetivos no se quedan en las tiendas. Es más: ni siquiera en el 15-M. Sea lo que fuere o lo que llegue a ser el 15-M no es sino el germen de la reacción ante un estado de descontento que puede ir de Sol a los barrios y a los pueblos, pero que trasciende esos espacios. En 600 ciudades del mundo andan pidiendo lo mismo, democracia más limpia. No se trata pues de un movimiento local al que preocupe expresamente Gómez o Aguirre, Gallardón o Lissavetzky, sino de toda una protesta en sintonía con la realidad política y social de nuestro mundo global. Y digo también social porque su crítica no se queda en los partidos sino que, pervertidos los poderes, afecta, y mucho, a los ámbitos económicos y financieros. Por eso están indignados naturalmente con Zapatero, un presidente derechizado en la medida en que la crisis, que no es precisamente de izquierdas, tratan de arreglarla con recetas de derechas. Encuentran en Zapatero la representación de la desdicha como los alemanes se la hacen pagar a Merkel, los italianos a Berlusconi, con más variadas y obscenas razones, o los franceses castigan a Sarkozy, ninguno de ellos de izquierda. Rajoy es ahora un aspirante a que le pasen factura por esa misma política en la medida en que no solo no tratará de suavizar las llamadas reformas sino que se verá obligado, aunque lo calle, a endurecerlas. Y si no, que se lo pregunte al FMI.

Los antisistema, si por esto se tiene a los que denuncian a los golfos, ya no son muchachos alterados que organizan barricadas con violencia, sino muchos ciudadanos pacíficos y con cordura, jóvenes o no, que no están de acuerdo con el abuso y que revelan cómo la paz social no es gratuita. Así que con las inevitables imprecisiones de las propuestas espontáneas y asamblearias, aunque con reivindicaciones muy concretas, sin que falten ingenuas e incluso alucinadas solicitudes, como es lógico en concentraciones de esta naturaleza, los sublevados de Sol quieren cambios en las reglas del juego: piden una reforma de la ley electoral, por ejemplo, a la que los partidos mayoritarios se resisten. Pero estos activistas están convencidos, sobre todo, de que la regeneración moral que necesitamos no la van a traer los triunfadores en las recientes elecciones, cuyos votantes no han hecho ascos a la brutal corrupción. Ni los derrotados, que a la vista del poco caso que hace el votante a la abyección moral, pueden tener la tentación de mirar hacia otro lado para ganar votos. Quizá duden también de que esa regeneración la traigan los que propagan que el PP y el PSOE son lo mismo, que indiscutiblemente no lo son, para con vicios parecidos al PP y al PSOE convencernos de que ellos son la panacea. Por eso, una buena parte de los acampados se distancian también de los partidos minoritarios, envejecidos ya, y algunos desde hace mucho tiempo, o dispuestos a envejecer nada más nacer. No se puede negar al 15-M la fuerza moral que lo distancia de las organizaciones políticas, tal como ahora se entienden. Y justamente por eso el verdadero campamento no va a levantarse. Aunque se recojan las tiendas y las mochilas y dejen todo tan limpio como no está la ciudad que habitamos.

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