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La captura del general Mladic

Srebrenica exige un castigo ejemplar

El pueblo en el que las fuerzas serbobosnias asesinaron a 8.000 varones en 1995 reza para que Ratko Mladic no muera antes de ser condenado por sus crímenes

Andrea Rizzi

"Mladic ordenó matar a todos nuestros hombres. Y ahora nosotras, esposas y madres de esos hombres, estamos todas aquí rezando para que él no muera. Le hemos visto viejo y enfermo tras la detención y tememos que pase como con [Slobodan] Milosevic: que fallezca antes de que se dicte una sentencia ejemplar". Sentada en el jardín de su casa -a menos de un kilómetro del cementerio de Srebrenica que acoge los restos de casi la mitad de los 8.300 varones bosnios musulmanes que se calcula fueron asesinados aquí en julio de 1995 por tropas serbobosnias-, Sehida Abdurahmanovic, de 56 años, esposa de una de las víctimas, explica la amarga paradoja que representa la captura de Ratko Mladic el jueves en Serbia.

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"Por supuesto que esta detención nos produce satisfacción, pero llega muy tarde. Perdimos a nuestros seres queridos: lo único que nos queda es que nos den al menos justicia y verdad. Que se dicten sentencias justas; que se hallen y devuelvan todos los cadáveres", dice Sehida.

En su familia no quedaron varones después de aquel julio de 1995. Además de su marido, fueron asesinados también sus dos cuñados y su único sobrino. Las fuerzas de Mladic penetraron en un territorio de Bosnia supuestamente protegido por cascos azules holandeses, separaron a los hombres de las mujeres, y perpetraron un tremendo acto de limpieza étnica. En el cementerio están enterrados chicos de 12 años como Fharudin Smajlovic, o ancianos de 77, como Behara Selimovic. Sehida vive sola en una casa de dos pisos que se alza donde el estrecho y verde valle de Srebrenica empieza a ensancharse.

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En el centro del pueblo, sentado en un local de su mezquita, Damir Pestalic, de 34 años, imán de Srebrenica, intenta explicar la compleja mezcla de satisfacción y escepticismo que siente la comunidad bosniomusulmana local tras la captura de su verdugo, buscado durante más de una década por la justicia internacional por crímenes contra la humanidad.

"Claro, nos alegramos de que la justicia vaya prevaleciendo sobre la injusticia", dice, enfundado en un elegante traje de chaqueta. "Pero para los bosnios este arresto llega muy tarde. Y sobre todo hay que preguntarse: ¿le detuvieron los serbios porque quieren alejarse definitivamente de ese pasado o simplemente para que se les abra la puerta de la Unión Europea? Yo lo que veo es que aquí la hostilidad hacia nosotros es todavía evidente, que todavía hay que luchar mucho contra la idea de la limpieza étnica". Se para un instante, y luego añade: "La idea del genocidio todavía no la han detenido".

Visto en el mapa, Srebrenica parece casi el ombligo de los Balcanes. Visto en persona, parece más bien el epicentro de un terremoto que sigue dando réplicas en la región. Hostilidad, odios y rencores son menos intensos, pero siguen vivos. En el café Venera, dos hombres serbobosnios sentados en la terraza no tienen ninguna duda en espetar al visitante que Mladic debería "morir como un hombre libre". Ellos consideran que la justicia internacional solo persigue a los responsables de su bando, cuando el otro también cometió excesos.

Así, Srebrenica -como Lazarevo, el pueblo serbio donde fue capturado Mladic- muestra cómo las heridas se cierran muy lentamente. "Las relaciones entre las comunidades han tenido una muy leve mejora en este pueblo", explica el imán, que lleva ocho años en Srebrenica. "Pero, sustancialmente, cada uno va por su camino y la hostilidad de fondo es todavía palpable". Los musulmanes eran el 78% de la población local antes de la guerra. Ahora son el 30% de los 7.000 habitantes.

El rencor y la desconfianza ya no producen violencia, pero en el caso de Bosnia-Herzegovina, bloquean el Estado. "¡Este país no funciona! ¡Estamos paralizados!", exclama Dzevad Jogevicic, ingeniero de 61 años de origen croata.

Una compleja arquitectura constitucional fue diseñada en los noventa para permitir que croatas, serbobosnios y bosnio-musulmanes pudieran convivir en Bosnia-Herzegovina. El país se divide en dos entidades: la federación bosnio-croata, y la mayoritariamente serbobosnia República Srpska. La trama de sistemas de equilibrios, control, garantías, vetos y rotaciones es tan compleja que el país de facto está estancado. Ásperas retóricas políticas son muy frecuentes.

"Hay gente envenenada de odio. Me duele ver jóvenes en las protestas contra la captura de Mladic", dice Fadila Efendic, de 60 años. Ella perdió un hijo de 20 en el genocidio de 1995. "Le han detenido tarde. Mi deseo ahora es que la justicia se cumpla a tiempo. Pero lo más importante es que la gente normal se rebele contra cierta política infame. Aprecio lo que ha hecho Boris Tadic [presidente de Serbia]. Gracias a Dios algunos empiezan a ir en la buena dirección", comenta esta mujer musulmana, que tiene un puesto de libros y recordatorios sobre la matanza ante el cementerio.

A su espalda, un grupo de mujeres reza. Enfrente, un cartel colgado en el cementerio lanza un mensaje durísimo: "Serbia = Agresión = Genocidio = Dayton = República Srpska". Los Acuerdos de Dayton sellaron la paz en la guerra de Bosnia. Rencor e incomprensión siguen fermentando en todos los bandos.

"Hemos estado hablando entre nosotras en estos días", relata Sehida, que tiene claros ojos azules y pertenece a la Asociación de Mujeres de Srebrenica y Zepa. "Hemos pensado que queremos enviar una delegación a La Haya para seguir el proceso, cuando comience. Hemos oído que Mladic ha expresado el deseo de ir a visitar la tumba de su hija [Ana, que se suicidó a principios de los noventa]. Debería venir a vernos a nosotras primero".

Una mujer camina entre las tumbas del cementerio de Memici (Bosnia), donde están enterrados 262 musulmanes asesinados en Srebrenica, en 1999.
Una mujer camina entre las tumbas del cementerio de Memici (Bosnia), donde están enterrados 262 musulmanes asesinados en Srebrenica, en 1999.DAMIR SAGOLJ (REUTERS)

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Sobre la firma

Andrea Rizzi
Corresponsal de asuntos globales de EL PAÍS y autor de una columna dedicada a cuestiones europeas que se publica los sábados. Anteriormente fue redactor jefe de Internacional y subdirector de Opinión del diario. Es licenciado en Derecho (La Sapienza, Roma) máster en Periodismo (UAM/EL PAÍS, Madrid) y en Derecho de la UE (IEE/ULB, Bruselas).

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