Dos etiquetas
La administración de la derrota y la victoria por parte de vencedores y vencidos pertenece ya a la campaña electoral para las elecciones de 2012, si es que la política española no ha quedado reducida a una incesante contraposición de consignas publicitarias. En el punto de arranque de la campaña, en los primeros días de la semana pasada, sucedió lo imposible: los líderes socialista y popular, Griñán y Arenas, coincidieron en su juicio sobre la coyuntura presente: "El PSOE ha perdido la mayoría social", dijo Griñán, aunque podría haberlo dicho Arenas, que repitió lo mismo con distintas palabras: "Se ha producido un cambio sociológico".
El caso es que el cambio sociológico ha sido obra del propio PSOE, un partido que, sin embargo, parece haber dejado de convencer a todos, clases altas, medias y bajas, expertos y despreocupados, exaltados e indiferentes. Las ideas del PP son fundamentalmente las ideas que ha estado cultivando el PSOE durante los años en que se sentía blindado por la prosperidad económica. Pienso en toda esa palabrería complaciente a propósito de la creación de riqueza, las familias, lo nuestro. El cambio moral se ha cimentado en el culto al dinero rápido, fácil y abundante. Alcanzada por medios legales o ilegales, la prosperidad se convirtió en el principal legitimador social y político. Y entonces, en un momento desaforado de especulación financiera e inmobiliaria, llegó el extraordinario descubrimiento socialista, o zapateril, de que bajar los impuestos es de izquierdas.
A estas alturas, PSOE y PP podrían ser tomados como dos etiquetas del mismo cambio sociológico o de la misma mayoría social, construida en Andalucía por el PSOE. Cabría trazar la separación entre izquierdas y derechas a partir de lo que da sentido a la política: la organización de la vida en común, la concepción de cuál es la función del Estado y de la financiación de los servicios comunes que propician la igualdad y la libertad entre los ciudadanos. No parecen diferir demasiado las ideas que, sobre estos asuntos, tienen el PSOE y el PP, si los dos quieren devaluar los impuestos, es decir, abaratar y rebajar los servicios comunes.
Una de las cosas más cargantes de los mejores años del PSOE andaluz ha sido su insistente alusión a los servicios comunes como beneficencia, como limosna. Los ciudadanos parecían dividirse en dos: los pertenecientes a la esfera de los negocios y el poder, y los acogidos a la beneficencia pública, con el derecho esencial a estar agradecidos a la paternal Junta de Andalucía. Los gobernantes actuaban como empresarios caritativos, como millonarios filantrópicos a la americana, y no percibían que la figura del político benefactor se confunde inapelablemente con la figura del cacique. Es como si estuviéramos en una segunda Restauración, muy semejante a la Restauración de 1874, con sus dos partidos, conservador y liberal, alternándose en el poder y en el reparto de prebendas.
A la hora de elegir entre las dos etiquetas, o de rechazarlas, influirán en los electores los gestos de socialistas y populares durante la larguísima campaña electoral que acaba de empezar. Pero algo pesarán a la hora del voto los más de 30 años que los socialistas llevan en el Gobierno regional. Han hecho la Junta a su medida y habían llegado a creer que en Andalucía el poder político es de su propiedad. Oponerse a las directrices de la Junta se consideraba una insolencia o una insensatez. Y, como dijo un sabio, "eso es lo peor que le puede suceder a un país", porque es garantía de un paulatino deterioro del gobierno. Pero, puestos a votar, también es lógico temer que los nuevos gobernantes, si se entronizan alguna vez y lo hacen por mayoría absoluta, dispondrán para perpetuarse de todos los medios de los que aún hoy dispone el PSOE.
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