Un paseo por el Retiro
El Retiro. Un parque de ciento y pico hectáreas. Si recordamos que la hectárea es una antigua medida de superficie que se utilizaba antes de la invención moderna del campo de fútbol, mucho más precisa, eso significa que el jardín es muy grande. Tan grande que solo se puede concebir que se construyera en Madrid y al alcance del pie de miles de personas porque estaban en el siglo XVII y gobernaban duques y marqueses. Ahora, por los caprichos de la ecología y de la democracia, es imposible abordar un proyecto así para uso de unos reyes. ¡Vaya reyes de chichinabo tenemos, por no decir otra cosa!
Y los libros. Un invento tan antiecológico como el fumar. De un par de siglos antes que el parque, pero con el mismo toque anacrónico. ¿A quién se le iba a ocurrir ahora ponerse a cortar árboles y a sacar plomo tóxico de la tierra para que alguien juntara los dos productos que acaban por alumbrar un libro? Habiendo bytes e Internet que, además, no contaminan, es inimaginable algo así.
Me parece una buena idea entrar por la montaña de los gatos hasta llegar a la antigua Casa de Fieras
Las dos cosas se han ido maridando en Madrid a lo largo de los años. Con la imagen publicitaria de que estamos ante un fenómeno de progreso. El parque lo abrió a la plebe una revolución que se dio en llamar La Gloriosa. Los libros tuvieron su feria por primera vez durante la II República, en 1933, aunque aquello se celebró en las afueras del Retiro, en el paseo de Recoletos. Las dos cosas forman un conjunto formidable por su circunstancia de nacimiento.
Y los madrileños, desde hace ya treinta años, acuden como atraídos por algún extraño cebo magnético a comprarse un libro (o más), a ver a una escritora o a patinar con sus hijos, pero siempre con algo que puede ser utilizado para leer en las manos. Se venden los libros como si se tratara de hamburguesas baratas, o de merluza cara, a esgalla (no viene en el diccionario de la RAE, pero quiere decir mucho). Caros, baratos, malos, buenos, de Ortega o de Gasset. Los hay en castellano, en inglés, en catalán y hasta en euskara (nadie puede olvidar que el último premio Nacional de Literatura fue para un libro en esa lengua, por unanimidad del jurado, sin que sea concebible pensar en ningún enjuague de compensaciones nacionalistas).
Y en esas estamos, un año más.
Y, lo que es peor, encantados. Yo, por lo menos, cuando voy a la Feria del Libro me siento francamente bien. Tendré que hacérmelo mirar, que diría un escritor catalán.
Cuando lo hago, tiendo a buscar una hora temprana, antes de que el frescor de la noche haya abandonado del todo los parterres, y los jardineros puede que sigan echando agua con esas poderosas mangueras cuyos chorros son la envidia de niños y mayores. Me parece una buena idea entrar por la montaña de los gatos, que de montaña tiene solo la forma, que no el tamaño, y de gatos únicamente los madrileños que así se llaman porque en algún momento gozaron de una alta capacidad de supervivencia. En lugar de dirigirme hacia el paseo de Coches, donde se despliegan las editoriales y librerías en uniformes y socializantes casetas, me mantengo pegado a la verja hasta llegar a la antigua Casa de Fieras. Por alguna razón que se me escapa el sitio pasa desapercibido para muchos foráneos.
Es cierto que una casa de fieras pierde mucho sin leones y otros animales salvajes, pero también es cierto que se puede uno imaginar al oso pardo que apenas cabía en su jaula, y se desgañitaba clamando por su cruel destino, o a los monos que formaban el único grupo social al que durante el franquismo se permitía copular o practicar el onanismo sin recibir castigo. Es más, los niños que no podíamos saber que teníamos colita veíamos aquello y aprendíamos para qué servían algunas cosas.
Ya no hay ni un solo bicho dentro de los recipientes, pero se puede evocar su presencia. Leones, tigres, monos. Y algún elefante.
Después, pero antes de comenzar a mirar las novedades que los amigos editores nos llevan, doy un quiebro y me acerco a ver un par de estatuas. Desde luego, la de la alcachofa. Sorprendente idea la de hacer un monumento a la hortaliza sin ser de Murcia. Pero no es menos sorprendente el mayor acierto de todo el parque, que es la estatua al ángel caído, o sea, al demonio, una inspiración que tiene mucho de literaria. Al parecer la cosa tiene que ver con un inglés llamado Milton.
Yo no recomiendo que uno se vaya a leer al Retiro, porque eso hay que hacerlo tumbado en la hierba y acaba pasando que el reuma se come los placeres y los sustituye por penas. Por eso, el paseo debe ser antes de la compra de ejemplares. Eso, y que los libros no pesan cuando todavía no se han comprado. Entonces, se puede ir, sin la carga, a visitar el Palacio de Cristal, que al parecer se construyó para entrar en alguna pugna con ingleses y franceses, cuando a ninguno de los dos les importaba un rábano lo que se construyera en Madrid. Pero es igual, la construcción tiene gracia, y el estanquito donde los patos se atiborran de pan, también. Se les puede echar unas migas y poner los ojos en blanco para recitar los hermosos versos anónimos:
-Pasamos muy buenos ratos echando pan a los patos...
Luego, el inevitable estanque con el monumento a uno de los más inútiles entre los Borbones (la cosa estaba difícil en aquella época), y ya, sin más trámite, a la Feria.
Si uno es escritor y le toca firmar, hay que saber que su caseta es la que está más lejos. Además, que será la que más cantidad de sol reciba. Y en tercer lugar, que es muy probable que nadie tenga el menor interés en conseguir que le firme un libro. Por ello, hay que conseguir que algún amigo o familiar se preste a pasar por delante de la caseta varias veces y finja algún interés (discreto, no conviene que grite "qué barato está este libro", por ejemplo). Eso siempre atrae a alguien.
Y como recurso desesperado, ponerse a colaborar con los empleados de la caseta, y vender libros a quien los pida, sin intentar que sean los de uno.
Yo en eso me hice un maestro hace varios años. Era la época en que Stephen Hawking vendía millones de sus libros sobre el Big Bang. Una señora se me acercó y me preguntó:
-¿Tiene usted el libro del subnormal ése?
Y yo supe a quién se refería. Dios me castigará por ello.
Allí les espero. Una caña y patatas fritas. ¿Hay algo más madrileño que eso?
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