Ficción sin aflicción
Eso, sin aflicción: con alegría. Alegría por contar, por interpretar. Alegría y vitalidad, a diferencia de esa presunta vanguardia teatral ceñuda, cuyos oficiantes se toman tan en serio a sí mismos y tan poco a su obra, a juzgar por la reiterada tendencia a la vacuidad, el desaliño formal y la autoindulgencia, a ese nihilismo pomposo que sólo suele ser disculpable en la primera adolescencia. He visto dos espectáculos memorables en el ciclo Radicals Lliure, un ciclo que no debería desaparecer tras la marcha de Álex Rigola, un ciclo que, clausurado el Espai, lo va a tener, me temo, un tanto difícil para encontrar una nueva ventana pública a la que se asomen montajes como Fingir, como Vida de Lázaro (y como muchos que no he visto). Me ha parecido advertir en los que hoy reseño lo que podría considerarse una nueva y feliz tendencia: experimentar sin mirar al público por encima del hombro, con un intenso anhelo de comunicar; jugar con la forma sin imponerla, descartando el asentadísimo prestigio de lo abstruso. Y utilizando, oh maravilla, el lenguaje de los dioses: la comedia. Fingir y Vida de Lázaro son, y esto es muy infrecuente, dos comedias "para todos los públicos", no para una pandilla de enterados. También es infrecuente la sensatez de su duración: no parece sobrar nada en ninguno de los dos. Espectáculos, pues, alegres, vitales y concisos, con muchos relatos en su interior, abriéndose como una colección de muñecas rusas, dando más por su dinero. Fingir es la nueva entrega del Colectivo 96º, que hará un par de temporadas nos sedujo con Dar patadas para no desaparecer, también presentado en Radicals Lliure. David Franch y Lidia González Zoilo se inventaban allí a una escritora suiza, Vera Waltser, que a su vez debía imaginar las biografías de ambos. En esta ocasión, las invenciones se despliegan como un mapa que crea su propio territorio. En Fingir inventan, como niños jugando en un terrado vacío, a dos actores que son y no son ellos; inventan un décimo aniversario, inventan una obra conmemorativa (en cuyo centro hay un dragón), inventan un decorado invisible (montañas, cataratas) e inventan a un público. Todavía más: hay un momento extraordinario, muy bellamente escrito e interpretado, en el que Lidia González Zoilo se dirige a un espectador e inventa una vida entera con él (o ella): "Voy a imaginar que este momento jamás ha existido, que nunca hemos estado juntos en este lugar, que nunca salimos de aquí de la mano, que no me llevaste a tu casa ni te viniste a vivir a la mía, que jamás me hiciste reír, llorar, dudar, volar y temer, todo al mismo tiempo; que no nos perdimos el uno al otro; que nunca te fallé; que no me volví loca de pena; que no me agarré a mi locura porque fue lo único que me dejaste; que nunca te dediqué un espectáculo".
Espectáculos con muchos relatos en su interior, abriéndose como una colección de muñecas rusas, dando más por su dinero
Esto son fragmentos, un resumen torpe. Renuncio a resumir cómo fingen las violentísimas peleas o los "besos teatrales"; a contar lo que sale de esa bolsa de Mary Poppins, o el pasaje de las fotos a guisa de máscaras. No puedo contarlo porque hay que verlo: no se puede contar la ligereza con la que pasan de una escena a otra, los aéreos malabarismos con asuntos tan antiguos como las fronteras entre verdad y representación, entre actor y personaje; la profunda cortesía con la que meten al público en el juego; la gracia, el encanto, la originalidad sin clarines de aviso.
Ernesto Collado se pierde y se encuentra en un bosque parejo. A la salida de Vida de Lázaro me dijo: "No pretendo ser radical ni tengo la innovación formal como un objetivo. Lo mío es contar historias, y lo hago a mi manera. La forma es en todo caso una consecuencia de lo que quiero transmitir". Vida de Lázaro está muy cerca de Lepage, el Lepage de La géometrie des miracles (el vértigo narrativo, el pluritopetazo de infinitas bolas de billar), pero con una millonésima parte de su presupuesto. En 1968, el cuerpo de un anciano desnudo, acribillado por la Guardia Civil, aparece en la frontera pirenaica. Nicole Balm, una actriz y performer holandesa, está convencida de que ese hombre pudo ser su abuelo desaparecido, y nos narra sus pesquisas, acompañada de dos amigos tan singulares como ella: Jordi Bover, catedrático de Ingeniería Tecnológica, y Ladja Soukup, apicultor y musicólogo checo. El cadáver resulta ser un tal Lázaro Rius Tubert, nacido en Figueres en 1879. Superdotado, esperantista, seguidor de Gurdjieff, amigo de Churchill, Pessoa y Belmonte, inventor del paraguas plegable, miembro de la Resistencia francesa y, en su vejez, contrabandista de fluorescentes en el monte. Una ficción maravillosa, llena de verdad, que abre la puerta a un terraplén de ficciones verdaderas: Nicole Balm encarna a una mujer ficticia, Jordi Bover es un fotógrafo escénico que jamás había actuado y Ernesto Collado interpreta a Ladja Soukup al más puro estilo Sacha Baron Cohen. La esencia del espectáculo es ese paréntesis que se alza como una escultura luminosa: la digresión como figura de estilo. Así, la efervescencia investigadora de Lázaro Rius, que pasa de una materia a otra como quien cruza países a lomos de una curiosidad inextinguible, se contagia a sus apóstoles, que trazan continuos puentes, conexiones, analogías, de Heráclito a la matemática circular de Pitágoras, del caballo negro de Cafrune a la apasionada y divertidísima teoría de la oreja absoluta que establecen Bover y Soukup armados con un tocadiscos con radar para captar ultrasonidos. No teman una tediosa disertación científica. Vida de Lázaro es una gran novela "hablada", un tratado sobre la pasión, un poema silbado. El humor, a lomos de una naturalidad minuciosamente coreografiada, no busca lo cómico sino que deja que penetre por deslizamiento e infiltración, y en la siguiente esquina (la hermosa carta final) nos instala en la emoción pura, aparentemente repentina, mientras la niebla crece entre los árboles (un solo árbol, hecho de sillas) y en lo alto brota, vivísimo y tangible, el rostro del hombre al que creímos personaje.
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