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Columna
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Olvidos

David Trueba

El Festival de Cannes está casi siempre tan ocupado en mirar escotes, retransmitir subidas de escalinatas y reconducir las gamberradas dialécticas de sus genios habituales, que apenas le queda tiempo para el cine. En España ha pasado con indiferencia el premio a la mejor fotografía para la última película de Pedro Almodóvar. Pero el reconocimiento del talento de José Luis Alcaine es una gozosa oportunidad para alegrarse. Poca gente habrá en el cine español más influyente, admirada y respetada a lo largo de décadas de oficio. Alcaine, además, tiene la inusual calidad de ser un técnico que mira el cine en toda su amplitud, como lenguaje, expresión, influencia y rasgo cultural. Es divertido, culto, reflexivo y generoso. Lo mejor de él no es su talento para iluminar cualquier escena con matices y profundidad, sino que es capaz de iluminar una conversación o un encuentro casual. Es uno de los honoris causa de una profesión que anda baja de autoestima y más baja aún de estima ajena, pese a gente como él.

Y mientras se celebraba el festival, murió Leonard Kastle, director de cine cuya necrológica puede que haya quedado traspapelada en la morgue de los cadáveres sin reclamar. Pero su película de 1970 Los asesinos de la luna de miel quedará siempre como uno de los más turbadores retratos de la violencia humana. Puesta en pie como reacción algo indignada al glamuroso revival de Bonnie & Clyde, reivindicaba lo feo y grosero del alma criminal, dejando constancia de que el delito es, salvo contadas excepciones, expresión de la mediocridad, el rencor y la zafiedad cotidiana.

En una ficción invadida por muertos anónimos, violencias indoloras y vilezas esteticistas, con el asesinato presentado en una postal favorecedora, sus dos crueles corazones solitarios son más imprescindibles y actuales que nunca. Imitado hasta la arcada, Kastle solo rodó y escribió esa película, poco botín para su talento. Se hizo cargo del rodaje tras el despido, por lento, de un jovencísimo Scorsese. Sería una lástima que su incómoda joya quedara sepultada por tanta muerte impostada, tanta violencia de pega, y no se rescatara, al menos en los días de su luto, para fastidiar la plácida programación habitual.

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